Madres coraje
E sta semana, veinticuatro horas después de que una madre, a las dos horas de dar a luz, pidiera ser dada de alta y se marchara a presentarse al examen de unas oposiciones, fui a la presentación del libro de Isabel Gemio, Mi hijo, mi maestro .
Y, mientras Isabel, en una de las salas de la Biblioteca Nacional, narraba la gestación del libro, y, a ratos, se emocionaba con mucha dignidad, fui advirtiendo la gran diferencia de la heroicidad entre hombres y mujeres.
Un hombre, por ejemplo, puede entrar en un edificio plagado de llamas, y sacar en brazos a un anciano que estaba a punto de morir abrasado. Pero ese hombre, que ha puesto su propia vida en peligro, sería incapaz, no ya durante un año, sino durante una semana, de vestir y desnudar a ese anciano, darle de comer, sacarlo a pasear y esforzarse en que fuera feliz.
En cambio, decenas de miles de heroínas dedican gran parte de su vida —y sólo tenemos una— en cuidar, en sostener, en ayudar a quien sin esa ayuda se extinguiría.
Conocí a Isabel Gemio en una comida con Basilio Rogado, que dirigía entonces un programa que se emitía por la tarde en la Cadena Ser. Isabel, entonces, vivía en Barcelona y enviaba unas chispeantes crónicas para su lectura en ese programa.
Luego, a distancia, fui testigo de cómo crecía profesionalmente, incluso cómo su tierra natal, Extremadura, comenzaba a influir en ella. Pero lo que cambió su vida fue la aparición de su hijo, Gustavo.
Y la cambió de manera profunda. No voy a inmiscuirme en si para bien o para mal, porque puede que no lo sepa ni ella misma, pero el cambio ha sido tremendo.
Nunca creí que cuando Isabel se hacía llamar Isabel Garbí fuera a escribir un libro tan emocionante como éste, tan sincero, tan directo, recomendable para cualquier persona. Sobre todo para cualquiera que no piense que la vida son unas fiestas patronales y le ayude a entender que esa vida en realidad está llena de madres coraje que sobreviven cada día.