MARINERO DE RÍO
Nadie escucha
Anadie le importa prácticamente nada. Nadie escucha prácticamente nada. De un tiempo a esta parte, y sacando un puñado de personas con un grado de sensibilidad y de perspectiva realmente heroico, me da la impresión de que casi nadie presta atención. Ya no es solo que no escuchen, es que carecen de curiosidad, como si alguien, quizá ellos mismos, se la hubieran amputado limpiamente en un estremecedor harakiri del espíritu. Parecen atender pero su mirada está vuelta hacia atrás, inmersa en un magma oscuro formado por horarios, precios, compras, viajes y ambiciones, por ideas y venidas cíclicas, ocultas ruedas de molino, fricción de engranajes ciegos, mero juego de cintas sinfín.
Como mucho, puede despertarles de su modorra aquello que va directamente grapado a sus intereses económicos o narcisistas, y entonces brota una sonrisa y una palma se te adhiere a la espalda, y siempre quieren invitarte a comer. Eso sí, en cuanto la conversación enfila senderos diferentes a ‘su’ tema, vuelven entonces a su mutismo, a su ofuscación, los ojos se les vuelven opacos y dan un poco de miedo, como si se hubieran convertido en un niño de El pueblo de los malditos.
Por eso estoy cada vez más convencido, en esta época de gran ruido y de intensa furia, de brutal dirigismo de las mentes y las carteras, de que la mejor prueba de inteligencia y humanismo la da toda esa gente que se preocupa de las cosas más nimias y diminutas, algunos poetas, ciertos entomólogos, probablemente uno o dos expertos en lenguas túrquicas. Un hombre o mujer que dedique su vida al estudio de una rara flor libanesa o de un topillo albino que ni siquiera cuenta con entrada en Wikipedia me merece más respeto que un ciudadano zombie que no deja de dar vueltas y de acabar sus frases con un «qué se le va a hacer».
Nadie escucha, se titulaba una compilación de artículos de Julio Llamazares. Nadie quiere saber nada que no sea referente a su facción, a su tribu, a su fe. La cascada de información, una vez abiertas de golpe sus antes entornadas compuertas, nos atemoriza y confunde, nos desorienta. La incalculable variabilidad humana nos llena de vértigo. El fragor lo invade todo. A la barca se le han soltando las amarras y nos hemos quedado en la orilla mirando, atónitos, cómo se aleja.