Diario de León

TRIBUNA

De la euforia al insulto en un santiamén

Publicado por
Manuel Arias Blanco PROFESOR JUBILADO DE SECUNDARIA
León

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E l género humano madura a su aire y, viendo ciertos comportamientos, no acaba de madurar nunca. El ejemplo más significativo se da en el deporte, que es donde, al parecer de una inmensa mayoría, se descubre la persona tal cual es. Ahí y en el juego en general. Es sintomático cómo los aficionados se vuelven locos ante un éxito y, a la vuelta de la esquina, a esos mismos deportistas se les llena de insultos si las cosas han ido mal. ¿Qué ha pasado? Los propios interesados, curándose en salud, suelen replicar que ni eran tan buenos antes ni tan malos ahora.

Somos así de majos. Cuando va todo bien y el éxito sonríe no paran de felicitarnos, les falta tiempo para vitorearnos. Pero las cosas cambian cuando no somos nada. Nadie nos mira, ni les importa insultarnos a la cara. Esto el deportista sensato no lo entiende.

Pasa lo mismo en cualquier otro ámbito. Mientras nos sonría la suerte, mientras triunfemos, nos rodeará la multitud y seremos aclamados como héroes. Pero ese baño pasa, sea por la derrota o por la mala suerte. Entonces pasamos a ser personas desconocidas, unos mindundis, como la inmensa mayoría. Y eso puede desorientar al más pintado. ¿Por qué no se acercan? ¿Por qué no me elogian? Es cuando se descubre la realidad. Cuenta el éxito, la fama, el poder… Fuera de esos terrenos, somos uno más. Y depende de cómo sea uno le afectará más o menos. No es fácil pasar de lo más alto a un escalón raso. Sobre todo si nos habíamos hecho ilusiones.

Por eso pido moderación tanto en el elogio como en el insulto. Todos somos dignos de un grato recuerdo, hagamos lo que hagamos. El triunfo a veces está tan cerca que puede que nos roce sin más. Otros tienen más suerte. Y eso no hace a nadie ni más ni mejor.

Nadie debe creerse más que nadie, a pesar de que le lluevan los millones o el éxito. Eso, en muchas ocasiones, es una casualidad. Uno estaba allí y le tocó. Aquel se lesionó y se quedó varado en la orilla; el otro supo culminar otra anterior, etc. ¡Qué fácil es llegar y qué fácil es caer! El pasillo entre una cosa y otra está tan próximo que no podemos ponderar en exceso la victoria ni dramatizar en exceso la caída. El límite es tan fino que deberíamos calmar el aplauso y retirar la repulsa. Detrás de todo ello surge o emerge la persona humana. Atendamos este aspecto por encima de todo y seamos más comprensivos con la victoria que con la derrota. Son las dos caras de una misma moneda que todos llevamos en la mano. Cara o cruz.

Es verdad que el triunfo estimula al halago y provoca elogios insospechados. Pero el triunfo no tiene por qué ser fastuoso ni tan amplio. Hay triunfos menores y cercanos que nos deben colmar sobradamente. Y en la vida todos solemos triunfar de vez en cuando. Ese es el mérito auténtico. El otro, el que afecta a unos pocos, es más delicado y selectivo. Ahí solo llegan los elegidos, los más afortunados —eso no quiere decir que no se lo hayan currado—. Pero hemos de distinguir éxitos de éxitos. Hemos de distinguirlos y saber digerirlos. Dicen que muchos, en especial los famosos, cuando se retiran se quedan como vacíos, huecos. Pensaban que el aplauso les iba a acompañar siempre y llega un momento en el que la gente se olvida de ellos y mira hacia otro lado, hacia los emergentes. Están fuera de circulación y apenas les miran ya. Su tiempo ha pasado. Si no han digerido bien ese feje de fama, quizás ahora llegue el pesimismo y la tristeza. Nadie los mira. Nadie repara en su paso por la vida. Claro que siempre hay excepciones, seguramente en ámbitos poco normales. Algunos arrastran la fama hasta sus últimos momentos y no suelen ser los que más se lo merecen. Pero somos así y no hay más que decir.

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