RÍO ARRIBA
Madrid me mata
Que a ti, leonés que sigues consumiendo diésel, te vayan a prohibir la entrada en Madrid, abunda en el concepto que conservo de la capital de España: es una ciudad soberbia, maloliente y de catadura hostil. Acepto que en mis prejuicios influya mi origen vizcaíno, pero no voy a prescindir de fobias a estas alturas de mi vida. Madrid sigue representando bastantes cosas que detesto, incluyendo ese clima rancio e institucional que se respira hasta en sus tugurios más castizos. A lo mejor tanto famoso en chirona moviendo el culo por sus calles ha empeorado mi opinión, pero tampoco es para soliviantarse: hay muchísima gente que sigue celebrando sus noches y rindiéndose a sus encantos.
Lo cierto es que a mí también me fascinó en la pubertad; la primera vez que puse mis pies en ella tenía doce años y caminé por sus avenidas con ojos deslumbrados. Era un cadete paleto que acudía con su familia a la gran ciudad y supongo que daba el cante con aquellos jerséis de pico que nos obligaba a llevar mi madre. Hicimos las visitas que entonces eran de rigor y que ahora serían motivo de mofa: el Valle de los Caídos (bueno, esa no sé), el Museo de Cera (maravilloso y espeluznante), el Museo del Prado (demasiadas pinturas) y un itinerario azaroso en el Metro. También fuimos, como no podía ser de otra manera, al zoo, y por la noche, mientras pernoctábamos los cuatro en una pensión con cabeceras de latón, mi padre dijo algo sobre un unicornio o una ballena que ninguno había visto, mientras él se sonreía en la oscuridad. Pero a mí, de aquella excursión doméstica, se me quedó grabado un cartel en mitad de la Gran Vía, donde aparecía un tipo de mirada nocturna y enajenada bajo un título hipnótico: Taxi Driver. Por qué no vamos al cine, sugerí yo, pero mi madre, que seguramente intuía que aquella película contenía escenas y situaciones poco ejemplares, se empeñó en que visitáramos el Congreso, o quizá el Retiro, no lo recuerdo, salvo que seguimos andando durante horas como si hubieran levantado la ciudad para nosotros, para aquella pareja joven que volaba con sus hijos entre moles de ladrillo y hormigón.
Vuelvo a Madrid a regañadientes, de pascuas a ramos, aceptando que su oferta cultural y la vida bohemia de alguno de sus barrios es mucho más estimulante que vivir en provincias: pero si nos ponen escollos a los pobres, con nuestros autos de barraca, va a ser cosa de renunciar con dignidad. Quizá regrese un día herido, el bastón tembloroso, esperando ajustar cuentas con mi pasado. Haciéndome el encontradizo con aquel pistolero que me observaba desde una cornisa, la pureza de la ira en sus ojos, repitiéndome una y otra vez: «You talkin’to me? ¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí?».