Justicia interruptus
N o tan poco como la república de Puigdemont, ocho segundos, pero no mucho más, un día, ha estado vigente la justa sentencia que atribuía a los bancos, y no a los clientes, la obligación de pagar el impuesto de actos jurídicos documentados que grava las hipotecas. Hay, por lo visto, sentencias firmes de una fragilidad y fugacidad tan extremas que basta un soplo, bien que de aire bancario, para derribarlas.
La sentencia suspendida, laminada, no venía sino a reconocer jurídicamente una sencilla pero apabullante verdad, la de que el prestamista es el único interesado en registrar oficialmente el acto del préstamo, pues, como es natural, el que lo recibe no tendría mayor inconveniente en que ningún documento con incontestable valor jurídico lo recordara. Merced a ese impuesto, cuyo pago los bancos y Hacienda han venido haciendo recaer con más cara que espalda sobre el ciudadano, las entidades crediticias no sólo se aseguraban la protección jurídica frente a eventuales impagos, sino, como en tantas ocasiones, la luz verde para toda clase de ensañamientos con el cliente caído, como, sin ir más lejos, el de hacerle seguir pagando después de quitarle casa el préstamo íntegro con sus intereses.
En tiempos tan oscuros y desconcertados, cuando ni particulares ni instituciones parecen inspirar ninguna confianza, sobre todo en lo tocante al sucio dinero (el dinero sucio no es sino una modalidad más del sucio dinero), lo único que faltaba es que el último vestigio de civilidad, la Administración de Justicia, y nada menos que su más alta instancia, el Tribunal Supremo, proporcionara a la ciudadanía, casi toda ella hipotecada por lo demás, un espectáculo tan lamentable y grotesco como éste de desdecirse de una sentencia, propia y firme, por su gran «repercusión», que no es otra que la propia de hacer pagar algo a quien debe hacerlo.
Todas las sentencias tienen su repercusión, y no por ello dejan de dictarse. La de la semana pasada relativa a éste caso tenía también, desde luego, la suya, pero no era, como se ha querido decir, la de que por designar quién debe pagar un impuesto, los bancos, éstos creyeran que iban a forrarse un poco menos con sus préstamos bancarios, o porque, en consecuencia, ese día les fuera de pena a sus acciones en la Bolsa, sino el pequeño alivio que esa sentencia justa llevaba a los atormentados bolsillos de los españoles, tantas veces víctimas, por cierto, de los abusos, las demasías y los desafueros de los bancos.
Esa era la verdadera repercusión de la sentencia del Supremo, el alivio de los españoles al sentirse amparados por la Justicia, y no la movida esa de la Bolsa con la que en veinticuatro horas, hablando de todo un poco, algunos han dado un pelotazo tan sospechoso como descomunal.