Diario de León

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JOSÉ COSAMALÓN / Exjefe del Servicio de Neurocirugía del Hospital de León
León

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A través de estas líneas deseo expresar mi agradecimiento a León y al Complejo Asistencial Universitario de esta ciudad por todo lo que me han brindado a lo largo de las casi cuatro décadas de mi actividad como neurocirujano. Cuando desde la Concejalía de Familia y Bienestar del Ayuntamiento de León, encabezada por doña Aurora Baza, me comunicaron que tenían previsto concederme un reconocimiento por mi trayectoria profesional, lo acepté no por el convencimiento de merecerlo, sino porque consideré que sería un momento propicio y una tribuna adecuada para expresar públicamente mi gratitud a León.

Agradezco al Ayuntamiento su generosidad al enjuiciar con benevolencia mis modestas aportaciones al desarrollo y evolución del Servicio de Neurocirugía del Hospital. Me he sentido muy honrado de representar al colectivo médico y mi agradecimiento es también en nombre de todos mis colegas y en especial de los del Servicio de Neurocirugía. En particular, merecen el reconocimiento aquellos que tienen una labor muy cercana y afectiva con los enfermos, como son los médicos de familia y los médicos rurales. Ellos dispensan, como nadie, un trato familiar y amistoso con sus pacientes, esa ‘filia filantrópica’ cultivada desde la época hipocrática.

Haciendo balance de mi vida profesional no puedo eludir el grato recuerdo de todos aquellos que me han aupado hasta llegar aquí, empezando con el agradecimiento a mis padres, por su confianza y a quienes prometí no defraudar sus sacrificados esfuerzos. Mi gratitud a mis maestros de los colegios donde estudié, el centro 241 y la Gran Unidad Escolar Sánchez Carrión de la ciudad de Trujillo de mi Perú natal. A mi primer maestro y mentor el doctor Santiago Úcar Sánchez quien guió mis primeros pasos en el mundo de la neurocirugía, a mis profesores de la facultad de medicina de Zaragoza y en especial al doctor José Eiras Ajuria, uno de los neurocirujanos más brillantes con quien tuve el honor de formarme. Mis respetos y gratitud a todos los que me han precedido en la jefatura de Neurocirugía, los doctores Gerardo Flórez García-Lorenzana, Luis Herrero y Manuel Abad, en especial al doctor Flórez, quien en 1980 me dio la oportunidad de formar parte del recién fundado Servicio de Neurocirugía del entonces Hospital Princesa Sofía. Gracias al trabajo de todos ellos y la profesionalidad de mis actuales compañeros el Servicio de Neurocirugía ha ganado un merecido prestigio dentro y fuera de la comunidad.

No puedo obviar mi agradecimiento por la confianza y apoyo que he tenido de todos los directivos del Hospital, en mis inicios con los doctores Antonio Sastre y Julio Beberide y posteriormente de los doctores Serafín de Abajo Olea y Carlos Diéz de Baldeón hasta los actuales doctor Juan Luis Burón y doctora Pilar Fernández. Al doctor Serafín de Abajo Olea le recordaremos siempre no sólo porque fue el artífice de la fusión de los dos hospitales hasta convertirse en el gran hospital que es hoy, sino también por su talante amable, comprensivo y humano. Mi homenaje también a la memoria de nuestro querido amigo el doctor Julio González.

Mi gratitud al profesor Antonio Vega, del departamento de Morfología y Biología celular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Oviedo y al Instituto de Biomedicina de la Universidad de León por haberme acogido como investigador colaborador. Mi reconocimiento a la memora de don Antonio Martínez Álvarez, filántropo de extraordinaria sensibilidad y generosidad, creador y patrocinador de la Fundación Leonesa Pro-Neurociencias.

En lo que respecta a mi actividad como jefe de servicio, no he hecho más que cumplir con mi deber, atendiendo a las obligaciones asistenciales, y a la vez comprometido con la docencia y la investigación clínica y básica. En cuanto a mi actuación profesional, he intentado practicarla teniendo siempre presente que el trato humano al paciente es la esencia de nuestra sagrada misión de servicio a la humanidad y característica del verdadero arte médico. Hipócrates ya sentenciaba: «El médico será honesto y regular en su vida, grave y humanitario en su trato».

Paracelso decía que el buen cirujano entre sus características debería tener: «Mano de dama, ojo de águila y corazón de león». Esa delicadeza en el trato a los tejidos, a la que alude Paracelso, también es una de las máximas con las que Harvey Cushing fundó la Neurocirugía, hace un siglo. Pues el mismo trato exquisito que exige la manipulación del cerebro, debemos aplicarlo con gentileza y respeto a quienes se ponen en nuestras manos. La medicina no es una ciencia exacta y lamentablemente todas las enfermedades aún no tienen tratamiento, lo que para nosotros muchas veces es fuente de incertidumbre. No existe todavía un tetrafármaco, aquel que ya buscaba Epicuro en la antigüedad, para curar los males que nos acechan y atormentan, como son el temor a los dioses, al fracaso, al dolor y a la muerte.

De ahí la vigencia de la máxima de Gluber del siglo XIX : «La misión del médico es curar a veces, aliviar a menudo y consolar siempre». Pero debemos ser optimistas porque la ciencia médica avanza de forma vertiginosa y en un tiempo no muy lejano muchos de los males que nos afligen tendrán curación. Por eso Laín Entralgo nos dice que «la medicina es la ciencia de la esperanza» porque siempre hay posibilidades de mejorar los métodos de diagnóstico y tratamiento. Los profesionales de la sanidad conocemos bien, la levedad del ser y la sutil frontera que nos separa hacia otra vida. La inexorable finitud humana que, lamentablemente, en ocasiones, nos sorprende tristemente por su precocidad.

A pesar de que tenemos una sanidad excelente, está cada vez más masificada, tecnificada y en cierta medida impersonal, dejándonos poco espacio y tiempo para escuchar a los pacientes. Debemos hacer un esfuerzo entre todos por mantener la humanización de nuestra profesión, para que vuelva a sus orígenes y que sea considerada en igual medida una ciencia y un arte. Ese arte que como el de los artistas despierta sentimientos, emociones y magia.

En el terreno personal me siento orgulloso de haber estudiado y vivido en la patria de Ramón y Cajal, padre de la neurociencia y arquetipo de la devoción por la medicina y la pasión por la investigación científica.

Por otro lado me siento muy honrado de vivir en ésta milenaria y hermosa ciudad. Tierra leonesa de tradición tolerante y generosa, de lo que he sido testigo y beneficiario, donde nadie se siente forastero. Por algo León es la cuna de la democracia y el corazón de España como diría don Antonio Viñayo. León es también la patria chica de Santo Martino, santo peregrino y erudito, de Santo Toribio de Mogrobejo cuya obra evangelizadora en Hispanoamérica ha sido comparada con la de San Pablo en Europa y de Fray Bernardino de Sahagún, el padre de la etnografía y precursor de la antropología.

Son muchas las razones de mi gratitud a España y a León. Esta tierra ha sido para mí no sólo la soñada madre patria y la anhelada alma mater, sino también tierra de promisión. A Zaragoza y a León no sólo les debo mi formación y el conocimiento, sino también el afecto de su gente. Para mayor fortuna aquí he conocido a Julia, mi esposa, con quien hemos formado una familia de la que estamos orgullosos. Ella ha compartido mis incertidumbres y desvelos, hoy comparto con ella este reconocimiento.

En León he tenido las puertas abiertas y la mano tendida de magníficos amigos y en el hospital, la colaboración de excepcionales colegas en un ambiente y unos medios inmejorables que me han facilitado desarrollar mi profesión con plenitud. Mi «granito de arena», traído desde Puerto Chicama-Perú, es una humilde recompensa por todo lo que esta sociedad me ha brindado. Finalmente, no puedo más que decir, gracias España y muchas gracias León.

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