EL CORRO
Chapoteando en el lodazal
No exagerábamos cuando hace algunas semanas advertimos en esta columna que la política española venía transitando por unos derroteros que, lejos de dignificar la denostada vida pública, seguía mancillándola hasta extremos peligrosamente insoportables.
A partir del apoyo de los independentistas catalanes a la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a La Moncloa, el bloque constitucional que respaldó en su día la aplicación del artículo 155 en Cataluña saltó por los aires, resituando el tablero político nacional sobre dos frentes cada día más excluyentes: El liderado por el Gobierno socialista con el apoyo condicionado de Podemos y el bloque opositor constituido de facto por el PP y Ciudadanos. Y resultado del alineamiento de los primeros ha sido el pacto presupuestario del que han hecho casus belli los segundos, consumándose así la crispada bipolarización a la que venimos asistiendo.
En ese caldo de cultivo tan propicio para encanallar la vida política, irrumpía en escena el serial sonoro del turbio excomisario Villarejo, cuya primera entrega dejaba a los pies de los caballos a la ministra Dolores Delgado. Pablo Casado y Albert Rivera no repararon un instante en el origen delictivo de la grabación ni en el interés bastardo de difundirla, intentando cobrarse como fuera la cabeza política de la exfiscal, que hubiera sido la tercera baja ministerial de Sánchez tras el fugaz Máxim Huerta y la efímera Carmen Montón.
Pero en política el «todo vale» a veces se transforma en un boomerang. Y ha sido el caso. En su afán por desgastar al adversario, el líder del PP incurrió en la irresponsable temeridad de dar pábulo a un personaje de la deleznable catadura de Villarejo. Y luego se ha encontrado con que la siguiente víctima del hampón de las cloacas ha resultado ser la exsecretaria general de su partido, Dolores de Cospedal, cuyo apoyo fue decisivo para que Casado se alzara con la presidencia del PP frente a Soraya Sáez de Santamaría.
Si los infamantes chascarrillos de la fiscal Delgado producían el mayor de los bochornos, el episodio Cospedal, cainismo político aparte, emana aromas nauseabundos. Y su mera renuncia al cargo orgánico residual que conservaba en el partido, sin entregar su acta de diputada del Congreso, resulta a todas luces insuficiente para resignar la responsabilidad política contraída por tan reprobable conducta.
Lo ocurrido debería servir de reflexión y escarmiento para que todo partido mínimamente responsable se abstuviera en lo sucesivo de chapotear en semejantes lodazales, no volviendo a contribuir bajo ningún concepto a que las inmundas cloacas desestabilicen la ya de por sí convulsa política española. Pero dudo mucho que escarmienten.