Diario de León
León

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En noviembre se pintan cenicientos los cielos, como si alguien esparciera a manotazos los restos de la lumbre de la noche anterior. No hay color en noviembre, cuando todo se convierte en una rutina plomiza que aplasta a primera hora de la tarde la luz y esconde en casa a los vecinos para abandonar la cuidad al deambular de los despistados. La gente va y viene, pero no se queda a compartir en el espacio público más de lo necesario. Aunque hay días, en mitad de esos tránsitos de manos en los bolsillos, en los que uno puede descubrirse reflejado en el escaparate de un comercio, donde se anuncia como si fuera un verso suelto la oferta de temporada: «Hay restos de verano en el interior», exhibe el cartel en letras mayúsculas como si fuera un refugio, mientras fuera las temperaturas se entierran bajo el mercurio del termómetro empujadas por el viento.

Ese calor del comercio tradicional resguarda en León del frío a más de 15.000 empleados y ayuda a configurar la identidad del escenario urbano. El sector urde un tejido productivo que se queda a la intemperie con la nueva estrategia incentivada por las grandes multinacionales para fagocitar el espacio con sus economías de escala, sus recursos propagandísticos y sus convenios colectivos de festivos trabajados todo el año a 50 euros. Con la intendencia de sus imperios empresariales y la amenaza de la competencia del escaparate que nunca cierra en internet, los que levantan la trapa cada día a golpe de riñón se embarcan en el mar revuelto de los Black Fridays, donde la etiqueta marca lo mismo que hace 15 días, aunque la semana pasada se subiera un 30% para amagar ahora con la bajada ficticia en muchos casos. El temporal se enciende en un contexto en el que, sin plan común, hay más asociaciones que comercios, alguna creada para la subvención de conchabeo y las ínfulas de influencia política; donde todavía existe quien piensa que hace un favor a los que deja entrar a su tienda, en lugar de pensar cómo atraerlos; y en el que, cada mes, se cuentan más puertas cerradas por la avariacia de los rentistas de los locales, quienes quieren cobrar a una galochería lo que pagan por un bar en el centro y juegan con la ventaja de que el alquiler no les hace falta para comer. La ley de la oferta y la demanda desboca el pulso. El mercado se autorregula con su mano invisible. Hasta que llega Amancio con las rebajas.

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