RÍO ARRIBA
Apalpaqué
Qué tiempos estos: iba a escribir un artículo ironizando sobre alguna bandera, o hablando de una antigua calle leonesa donde se desarrollaban actividades licenciosas, pero prefiero autocensurarme. ¿Quién me dice que, tijera en mano, no estará leyendo esta columna algún fiscal de moral rígida y gesto ceñudo, o peor aún, alguna asociación defensora de la continencia sexual (como aquella Unión Cristiana de Mujeres por la Templanza que cantaba por las calles polvorientas de Ohio)? Corren malos tiempos no para la lírica, sino para la libertad de expresión y parece como si hubiéramos retrocedido cien años, como si soplara por los tejados un viento medieval. A esta época, por si fuera poco, se ha añadido una versión cínica y pavorosa del asunto: la que protagonizan quienes, repudiando en apariencia cualquier forma de censura, ponen el grito en el cielo cuando los que están en el punto de mira del sarcasmo o la guasa son ellos. Tenemos ejemplos muy recientes sobre lo que digo. No se entiende muy bien tanta rabia y tanta persecución contra los que, desde los tiempos de Quevedo y con más o menos inspiración, se dedican a poner en solfa a símbolos patrios y a personajes célebres. Cuánto miedo provoca esta gente, sea cual sea su espectro ideológico. No nos damos cuenta de lo triste que es, y sobre todo peligroso, ceder ante los censores, sean estos marxistas de salón o liberales de sacristía. Pasaba yo estos días la revisión médica anual y después de que el doctor me mandara adoptar la postura de firmes, le preguntaba con una sonrisa si la gente que no había hecho la mili entendía la expresión. Vaya si la entienden, me dijo, lo hacen con una facilidad inquietante. Va a ser eso, que tenemos alojada en el bulbo raquídeo la culpa y la obediencia ciega y, sino, que se lo pregunten a todos esos alemanes que se tapaban la nariz cuando les llegaba el hedor de los campos de exterminio.
El caso es que luego vienen unos jueces de Estrasburgo y nos ponen en nuestro sitio, es decir, el de los intolerantes y los rancios, que es la cara que se le pone a la gente que va por la vida buscando perpetuamente ofensas y calumnias. El papelón de la justicia española en ese sentido es de los que marcan época. En fin, qué pesadez, qué tortura. Lo más irónico es que muchas de esas payasadas que se quieren prohibir acaban cayéndose por su propio peso, o se desvanecen con el tiempo por su mal gusto, y son los que se escandalizan quienes les acaban dando aliento y recorrido. Hay que reconocer que, a veces, consiguen sacar a la luz joyas del humor que, de no ser por ellos, nos hubiesen pasado inadvertidas.
Por cierto, la calle leonesa de la que quería hablar al principio se llamaba Apalpacoños.