fuego amigo
La ciudad sin teatro
En los ochenta, las ciudades que no habían derribado sus teatros decimonónicos los fueron recuperando rehabilitados por el ministerio. León, segunda ciudad española en aplicar un ensanche urbanístico después de Barcelona, perdió por el camino sus teatros de ensueño. Esa merma nos distingue de todas las ciudades del entorno. Por eso es tan importante que la visita del ministro Guirao haya removido el asunto del olvidado Emperador, después de una década larga echando desprecio sobre su abandono.
Nuestro Emperador no es decimonónico, pero decoró las galas de la posguerra. Esta sala de 1951, a la que puso nombre Crémer en memoria del séptimo Alfonso de nuestros reyes, abrochó el uso cultural de una parcela urbana que empezó acogiendo la Real Fábrica de Lencería y más tarde el hospicio de los Fantasmas de invierno de Luis Mateo, para acabar pavimentada de libros, corcheas, carteros y trazos de Caneja. El Emperador se diseñó con un ojo puesto en el Campoamor de Oviedo, entonces capital de las envidias leonesas y nuestro modelo de ensueño.
Todavía recordaba la mesopotamia cazurra el fallido conato burgalés de quitarle la universidad a Oviedo, trasladando sus centros a León. Había pasado una década del final de la guerra, pero aún campaban con orgullo los fanatismos del rencor. Así que en el parque de San Francisco ovetense el monumento a Clarín era fusilado al amanecer en fechas de memoria propicia, dejando sus piedras blancas marcadas por las balas. A su hijo rector lo fusilaron, mientras al monumento le ponían orejas de burro para freírlo a tiros.
Lo extraño del Emperador es que contando en su diseño con tres arquitectos valiosos y una parcela propicia, se malograra de entrada cualquier aspiración teatral por tacañería escénica. Los arquitectos Manuel y Gonzalo de Cárdenas, padre e hijo, morirían tres años después. El padre, después de sembrar León de buena arquitectura, y el hijo marqués después de transportar al valle de Gordón los formatos de Guadarrama, como responsable de Regiones Devastadas. Javier Sanz ya estaba en el Catastro de Madrid, entretenido con sus acuarelas y el pupilaje de Julio Camba.
Aunque esta cortedad es muy cazurra. Se escatimó en escenario, pero no se ahorró un duro en cortinajes y reposteros, en bronces y brillo de los apliques, en cristal para las lámparas y tampoco en la librea del personal. Porque importaba más el fulgor de la cáscara que su provecho. ¡Que tiemble Oviedo! El ofertorio de su estreno lo hizo Roa Rico y se inauguró con el espectáculo Sueños de Viena. Por supuesto, nadie reparó entonces en que el anónimo pianista de la compañía Los Vieneses era el músico leonés más importante del siglo veinte: el proscrito Evaristo Fernández Blanco (1902-1993).