Diario de León
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ERNESTO ESCAPA
León

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Ayer hizo veinte años de la muerte de José Vela Zanetti, quien de joven aprovechó el prestigio de su padre fusilado para contar con los mejores tutores. En los años treinta pintó al fresco Los miserables, en la taberna El bodegón, de la calle del Cid, y los murales de la Casa del Pueblo, destruidos por los falangistas que ocuparon el edificio para su periódico. Allí situó la mina, la tierra y a los albañiles de la construcción. Treinta años después, Umbral encuentra a un parroquiano del bodegón que rasca el yeso con la uña persiguiendo los trazos encalados de Vela.

Después de un viaje de estudios a Italia, pinta los murales de las cantinas escolares, donde ejerce como profesor estival. Hizo la guerra en los frentes de la cultura y se exilia a la República Dominicana, donde cinco años más tarde recibe la medalla de oro del centenario. Al salir de España, se casa con la polaca Sacha Goldberg y tienen mellizas. Lloréns, Montalbán y Vargas Llosa dan noticia de un primer tramo de exilio condecorado por el dictador Trujillo, que lo nombra director de Bellas Artes. En 1954 vuelve a casarse con la leonesa Esperanza de las Cuevas, traductora en Basilea.

Desde el Caribe se escribe con los supervivientes: Romero Flores y Crémer. Los cincuenta fueron época propensa a la mitificación en los páramos franquistas. Entonces se propaga que Vela ganó el concurso internacional para decorar el edificio de la ONU. En realidad, su mural cubre la pared curva de un pasillo. Gordón Ordás le tienta con el dardo de si «se hizo usted franquista». En su regreso a España, lo recibe en Barajas Leopoldo Panero. En 1964 León le dedica la exposición del reencuentro en el Palacio de los Guzmanes, y aprovechando el tirón colocó un lote de veinte cuadros en el hostal de San Marcos.

Y de León a Burgos, donde trabaja para diputación y ayuntamiento. Los paneles teatralizan el anecdotario histórico, reiterando los valores formales y de concepción del exilio. El mismo aroma de epopeya, aunque sean asuntos domésticos los que transitan por sus muros poblados de personajes y símbolos primarios. Una vez agotada la clientela de gran formato en León y Burgos, se prodiga en el caballete, aunque su estética continúa inmóvil.

Cambian los temas, del Cristo al gallo, del héroe a la hogaza, del guerrero al labrador. Pasa de la épica lugareña a un mundo rural de diario. Personajes humildes en su laboreo, espacios teñidos por la decrepitud. Botijos, alforjas, azadones y gallos. Entonces propaga un inmenso gallinero, que reparte por los salones burgueses de León y Burgos. Instalado en Milagros, ingresa en la Academia y recauda galardones, dejando en yerbas unas memorias a las que sólo puso título: Escrito sobre ceniza, que el céfiro voló.

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