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Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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L a reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla y León que se llevó a cabo ahora hace 30 años (8 de enero de 1999), establecía en su artículo primero que se constituía «como expresión de identidad propia». No parecía que fuera una expresión feliz, puesto que eran dos entidades con una historia y procedencias jurídicas diferentes; ya la reforma de 2007, vino a decir que «su origen eran los antiguos reinos de León y de Castilla». Íbamos mejorando. No estaban muy seguros los legisladores de aquel primer Consejo General de Castilla y León de 1979 al elaborar la norma de la Autonomía que por mandato de la Constitución, se decía que «El Estado se organiza en municipios, provincias y en las comunidades autónomas que se constituyan». En realidad, como se desprende de la redacción, la Comunidad era un futurible y lo que predominaba era la provincia, En la realidad jurídica actual casi han desaparecido las entidades provinciales en beneficio de la comunidad autónoma. Tal fue así que en aquellas deliberaciones se excluyeron Logroño —que pasó a tener nombre de un viñedo que no es solo suyo— y Santander, que usa el nombre de un mar que tampoco es solo suyo.

Como se trataba de dos entidades históricas —y León como Reino— en el Preámbulo de la reforma de 1983 bien claro se dice que son de «identidad histórica claramente definida»; y se crean las Cortes, un Tribunal Superior de Justicia, y una blasón con dos cuarteles de castillo y otros dos de «león rampante de purpura, lenguado, uñado y armado de gules, coronado de oro». Pero, se produce un milagro y las Cortes pasan a instalarse en Tordesillas (más tarde en Valladolid) y los tribunales de Justicia en Burgos y en Valladolid. El León quedó asustado de su olvido. Y eso que en el Preámbulo se hace mención a la primera Ley de Cortes —hoy pomposamente llamada «cuna del parlamentarismo»— y al origen de la lengua castellana en «Nodicia de kesos». Se olvidan, no obstante —¿deliberadamente?— de la importante fuente del derecho que es el Fuero de León, monumento jurídico del siglo XI. Y ante estas históricas fuentes de las relaciones humanas sociojurídicas, nos preguntamos: ¿no hubiera sido más acertado instalar en León las Cortes —tan leonesas y primeras— y un Tribunal Superior de Justicia, siguiendo la tradición de los tribunales leoneses: «Locus Apellationis»?

Se nos hace pasar por el trágala para que celebremos el Día de la Comunidad como fecha de una derrota del nacionalismo castellano —quizás localista y antieuropeista— en Villalar con la siguiente expresión: «La comunidad de Castilla y León, recogiendo lo que ha sido el sentimiento tradicional y espontáneo de la mayoría del pueblo». No salgo de nuestro asombro. ¿De qué pueblo hablan? Me gustaría que algún historiador nos explicase la relación de León con los comuneros; a excepción hecha de los condenados a muerte, de algún alto militar y su familia (Ramiro Núñez de Guzmán) o algún jerarca eclesial (Fray Pablo de Villegas y su hermano, también fray).

En alguna ocasión ya hemos dicho (Las Regiones en pie ) que el sentimiento de la universalidad es una apetencia y que «el sentir regional es una vivencia». Por ello lo que no se vive plenamente, socialmente, justamente, innatamente, no puede apreciarse en cualquier dimensión, sea jurídica (con leyes únicas) o territorialmente, con una unión forzada y separada por una conjunción (y) o como antaño con un guión. Cuando escribíamos aquellas páginas no creíamos que nuestra capital, nuestro pueblo, nuestra región, nuestro imperio, nuestros fueros, nuestra historia iban a ser arrinconados mancillados, desesperadamente mutilados. Emigrados los montañeses, abandonadas las labranzas, sin nombrar a sus paisanos. El León rampante del escudo lagrimosamente herido.

Si se olvida al hombre, si se cierran todas las puertas a instituciones primigenias y precursoras del ser y del Derecho, si se acapara el centrismo, todo se emponzoña y en un egocentrismo territorial monopoliza las decisiones, la economía, la riqueza, y mueren los sentimientos. Ya lo decía hace unos días en estas mismas páginas el sociólogo Llamas: la centralidad administrativa tiene efectos económicos y culturales. Quiénes son responsables de esta penuria no son otros que los políticos, detrás de sus ideologías que oscurecen el sentimiento de lo leonés. Si hubiesen leído los versos de Unamuno (Poemas de los pueblos de España , 135) que dedicaba a León: «se alza en mi pecho el coro/ de los sueños que hicieron la nación/ y alzo en oferta y foro/reconquista, un cansado corazón…»; si lo hubieran leído, digo, sabrían que no se puede esconder la historia ni aletargar al león dentro de un castillo.

Las políticas están cernidas en el molino de los intereses ideológicos y cuando aparecen sentimientos que desean el progreso sentimental y algún valor espiritual, miran para otro lado. Nada más hay que ver los problemas que interesan; por ejemplo una gran manifestación para decidir si las piedras de la plaza del Grano de León han de ser redondas o picudas. Y los sindicatos interesados —tan reivindicativos ellos— si en los colegios de León se sirven fideos o lentejas.

Tanto criticábamos el centralismo anterior a 1978 que al deshojarlo, hemos convertido a las regiones en un cúmulo de burocracia que arremete contra la individualidad tradicional y sentimental. Rememorando los versos Victoriano Crémer, cuando decía: «¡España! ¡España! Y nadie nos contesta»; nosotros podemos decir: ¡León! ¡León! Y hasta el eco no responde.