NUBES Y CLAROS
El dispensador de buenos días
Lleva casi tanto tiempo en la puerta del supermercado como el cartel de la entrada. Discreto, con la espalda pegada a la jamba, apoquinado. Pero con la cabeza alta. Sonriente, nunca ha faltado un buenos días ni cuando entras ni cuando sales. Casi en voz baja. Con el vaso de papel en la mano, pegado al cuerpo, como con miedo de invadir el correteo de compradores. Regala incansable saludos. A ver qué cae.
Llegué como siempre al trote, bajé la mirada ante su saludo. Somos los otros los que nos sonrojamos. Y oí a mi espalda una voz ronca. «¿Es usted español?». ¿Cómo?, contestó el mendigo. «¡Que si es usted español!!» Sí, sí,... balbuceó tímidamente. «Ah, bueno, que si no, nada», espetó el donante dejando con displicencia la moneda en el vaso. Ahí está, la caridad bien entendida. Quiero pensar que en una modalidad no cada vez más extendida, pero que desde luego se expresa ya no sólo sin complejos, sino con insultante chulería. Demencial.
Son los nuevos tiempos, la radicalidad presume con desfachatez e invade el espacio de la tolerancia (quiero pensar que también de la razón) con el ridículo desparpajo que regala una cuestionable conciencia de superioridad. El sentimiento, los principios, las convicciones, no son nuevas. Han estado siempre ahí. Sólo que no amenazaban directamente a las instituciones políticas, con lo cual se miraba complaciente para otro lado.
Y no, no están allá lejos. Llevan todo el tiempo aquí, presumiendo de lo mismo de lo que ahora hacen causa de estadística electoral. Recuerdo hace ya unos años una charla organizada por no sé qué santo en no sé qué monte (no merece la pena distraer aquí la atención del fondo del asunto) que contó en esta nuestra ciudad con gran concurrencia de próceres. Y, sobre todo, de padres en busca de excelencia formativa para sus hijos. El discurso del elemento elegido como referencia puso los pelos de punta a buena parte del auditorio. Allí estaba, como ejemplo de triunfador, soltando por la boca un ideario que hoy toma forma de programa político. No pasó nada. Cruces de miradas atónitas, susurros privados a la salida,... Y aquiescencia pública generalizada.
Es el precio de la libertad. Convivir con quienes no la soportan. Es la recompensa a una sociedad que penará más por lo que calla que por lo que defiende en voz alta. Sea.