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TRIBUNA

La crisis territorial: el papel de la Constitución

Publicado por
José Luis Prieto Arroyo presidente del partido Nueva Democracia
León

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A unque algún político interesado pretenda dar por superada la crisis económica iniciada en 2008 y agudizada en los primeros años de esta década, la ciudadanía sabe que estamos muy lejos de conseguirlo. Más aún, hay nuevos motivos de preocupación, puesto que la ligera recuperación alcanzada en los últimos años merced a la fase expansiva del ciclo económico empieza a dar síntomas de debilitamiento, anticipándose algunos signos de cambio de ciclo. Y dado que las mal llamadas reformas estructurales no se han aplicado de acuerdo con un modelo de país del que los partidos gobernantes carecen absolutamente, los parches pierden más pronto que tarde el efecto deseado; así que el terreno queda despejado para que la próxima crisis actúe con efectos más devastadores que en los países de nuestro entorno, que sí saben lo que son y lo que quieren ser en el contexto de las naciones desarrolladas.

¿Y la crisis política? Con el modelo socialdemócrata finiquitado en la mayoría de los países europeos, nuestra peculiaridad política aún sostiene a un PSOE desnortado que camina apresuradamente hacia donde han ido a parar sus homólogos europeos, el camposanto de las siglas perdidas. Por su lado, los partidos aferrados al liberalismo neocón, viejos y nuevos, ven con cierto asombro cómo han de hacer frente al inquietante alumbramiento parlamentario de proyectos que creían anclados en el pasado de sus abuelos y que ahora irrumpen en el escenario político amenazando la existencia de los propios padres que los han alimentado. Por último, los que creían que sí se podía están viendo de qué manera las castas siguen ahí, gozando si acaso de mayor esplendor, aspirando a entrar en alguna de ellas. Con unos apoyando abiertamente a los que más tienen, otros amenazando con repartir la riqueza que no son capaces de generar y otros dedicados en cuerpo y alma a subvertir los viejos mandamientos vistiendo a personas y colectivos cada día con la máscara de un nuevo derecho pintado en tablas de ley por una divinidad que solo ellos saben interpretar, el común de los mortales asiste perplejo a una realidad que ojalá fuera un pasajero carnaval.

Sin un modelo económico, sin un modelo social, España podría salir adelante como esos países que han demostrado que es posible vivir largas temporadas sin gobierno. Pero no puede. España no puede porque carece de ese otro modelo al que, siglo tras siglo, década tras década, legislatura tras legislatura, perennemente da la espalda, el modelo territorial. ¿Cuestión de identidad?, ¿de personalidad? No: cuestión de inoperancia política, de incompetencia, de incapacidad. Y es que los gobernantes españoles surgidos de la prestigiosa Transición, si han tenido ocasión de probar algo en materia territorial, es su gran habilidad para complicar la cuestión.

Comenzaron redactando una Constitución ajena a un marco constituyente e intratable en materia territorial. Un Art. 2 que enfrentó a unos y otros para alcanzar una redacción que no solo no satisfizo a nadie, sino que resultó ser jurídicamente estéril, normativamente vacua, como dicen los juristas; flatus vocis, dicho en dos palabras. Las «nacionalidades y regiones», que pretendían conceder derecho a la autonomía, solo sirvieron para engañar a algunos ingenuos, como leoneses y castellanos, que llegaron a pensar que semejante artículo los amparaba en su derecho al autogobierno, después de la tropelía perpetrada por los gobiernos de la UCD y del PSOE a través de los infames pactos autonómicos que dieron lugar a un Mapa Autonómico concebido para reescribir la Historia, arrojando de ella a estos históricos pueblos e inventando el celebérrimo «conglomerado castellano-leonés», desguazando Castilla y metiendo a León justo allí donde su pueblo había expresado claramente que no quería estar. Todo por las «razones de Estado» que hoy mueven a la total irrisión y desvelan la naturaleza del alma de su autor.

Los leoneses y los castellanos deben perder toda esperanza en el Art. 2, porque lo relevante en materia territorial es todo el Título VIII, eso que prestigiosos juristas llamaron «desastre sin paliativos»; eso que el profesor García Pelayo —que luego sería primer presidente del Tribunal Constitucional—, en septiembre de 1978, cuando todavía estaba el proyecto constitucional debatiéndose en la Comisión del Senado, dijo que de ningún modo debía salir con semejante redacción; eso que, finalmente, salió. Y salió, porque así lo decidieron Alfonso Guerra y Abril Martorell. La política ignorando al derecho, algo que acabó en tradición.

He dicho que lo relevante de la Constitución, territorialmente hablando, es el Título VIII, pero ello no significa que territorialmente hablando lo importante —lo que ha tenido consecuencias políticas de alcance—, sea el Título VIII, sino la Disposición Adicional Primera (DAP) y la Disposición Transitoria Segunda (DT2). La DAP, una norma constitucional inconstitucional —en opinión de la corriente jurídica del racionalismo normativo—, fue pactada bajo presión terrorista (según han sostenido prestigiosos constitucionalistas, incluido Herrero de Miñón) con el fin de que los vascos aceptaran el proceso constitucional del Régimen de la Ruptura pactada, cosa que no ocurrió, pues como todo el mundo sabe no aprobaron la Constitución y ni siquiera se mostraron conformes con esa DAP que les abría paso a la singularidad fiscal que hoy les permite progresar en mejores condiciones que otros pueblos de España, pero que explícitamente no les facilitaba vía libre a los derechos originarios, algo de lo que se ocuparía de facilitar Herrero de Miñón.

Los vascos, aunque no votaron la Constitución, son los que mejor han sabido adaptarse a ella. ¿Cómo?: ignorándola. Así, aprobaron un Estatuto cuajado de lo que los juristas llaman «exorbitancias» de la Constitución, como es el caso de Art. 41.2.a. de su Estatuto y su correspondiente Art. 2 de la Ley del Concierto 12/1981, de 13 de mayo, cuyas disposiciones son incompatibles con el Art. 133 de la Constitución, según el cual «la potestad originaria para establecer tributos corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley». No voy a insistir en algo que se aborda ampliamente en un libro de próxima aparición, del que parte de sus contenidos el lector puede ir viendo en los artículos de El fallido estado autonómico español, recogidos en la web www.nueva-democracia.es, aunque sí quiero dejar constancia de que las exorbitancias no son privativas de los vascos, pues otro tanto ocurre con los Derechos históricos de Navarra en materias como la administración local o la función pública.

Hay que felicitar a los vascos por su habilidad negociadora, por más que esta descanse en su capacidad para generar conflictos políticos. Ignorando la Constitución, han conseguido crear un país, el País Vasco, que solo comenzó a existir cuando el Estatuto del 79 lo creó, un verdadero estado federal en sí mismo. Después del fiasco del Plan Ibarretxe, han sabido reabrir su camino hacia la soberanía de acuerdo con una agenda que sin causar estridencias les permite ir creando un Derecho vasco del que jamás gozaron y, utilizando la foralidad que les conviene, la de la DAP (a la arcaica renunciaron en el s. XIX), ir fortaleciendo el hecho diferencial, ese que da derecho a la autodeterminación y a la independencia. Por cierto, autodeterminación e independencia que, basándose en la DAP (o sea, en la Carta Magna), constitucionalistas como el citado padre de la Constitución les reconoce en su insólito trabajo Qué son y para qué sirven los derechos históricos, fácilmente localizable en internet.

Y si la DAP fue redactada para contentar a vascos y navarros, la DT2 lo fue para dar también un trato de excepcionalidad a catalanes y gallegos, inventándose para ellos el término de «Comunidad histórica» (sobre el que ironizó otro presidente del Tribunal Constitucional, Tomás y Valiente), por el mero hecho de haber plebiscitado Estatuto de Autonomía al amparo de la Constitución de 1931, asunto que, si bien no vamos a tratar, sirve para introducirnos en el papel que en la crisis territorial ha jugado el proceso autonómico, que veremos en la próxima entrega de este artículo.

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