cartas al director
Ponferrada tiene mar
D e aquí partían los barcos con emigrantes destino a América. Habrá quien me lo discuta, pero yo lo leí en un libro hace años. Se titulaba El, ella y ellos (1929) de un tal Antonio Botín Polanco, al que no debía dársele bien la geografía —siendo un poco crítico, tampoco se le daban muy bien las novelas—. Quizá uno no deba fiarse demasiado de los libros en general, y debamos escuchar con atención las verdades que cualquiera convertido en vox populi nos endilga. Reviso uno de mis libros preferidos y, al abrirlo casi al azar, al pasar el protagonista por el León falangista y represivo, me detengo en los muchos datos ofrecidos como el fusilamiento del abogado Zuloaga, su visita al pintor Monteserín en Astorga, o los incontables ajustes de cuentas que el narrador presencia a su pesar, infiltrado entre los nacionales como un silencioso cronista de pie cambiado, cuya única ambición es llegar vivo a su Asturias natal. Así todo, en esas páginas autobiográficas donde necesariamente Alfonso Camín tuvo que ir juntando lo vivido y —sin duda— lo oído, con el miedo a rastras y a pesar de los infinitos testimonios que el libro nos deja, hoy ese mundo de hace ochenta y dos inviernos es invisible y a la vez muy preciso. ¿Hay quien dude hoy de la existencia de la guerra, de los fusilamientos, de los «catorce tiros» al tal Zuloaga?
No quedan huellas alrededor que expresen tanta monstruosidad, y si los libros mienten o los olvidamos, el mundo tiene visos de convertirse de manera interesada en sospechoso de habitar en una mentira. La maravillosa crónica de los primeros meses de Guerra Civil que hace Alfonso Camín en España a Hierro y Fuego , editado en México en 1938 y jamás vuelto a reeditar, resulta descaradamente explícita en nombres propios de ejecutados y ejecutantes, y se convierte en uno de esos libros que no podemos arrostrar, que se nos caen cada poco de las manos entre tanta sangre absurda, que nos pesa en el alma como un manual de uso del odio y nos deja sin resuello como un caballo al galope.
Sabemos que Camín vivirá para contarlo, lo seguimos sobrecogidos y continuamente tememos por él. Nadie recuerda hoy esta obra maestra de periodismo avanzado, que quisiera ser neutro sin conseguirlo, que ni proclama la fastidiosa propaganda de los rojos o ni la bellaquería de los negros que se revelan por si mismos, un prodigio de templanza visto por quien no pudo ver más que lo que los ojos le dejaron ver de paso hacia el exilio en una tierra ya irreconocible.
La raza del olvidado periodismo de Camín entronca con la de Ciges Aparicio o la de Manuel Domínguez Benavides, quienes apostaron su vida y en algún caso, como Ciges, la perdieron. A uno no le atemoriza para nada la nueva ultraderecha bajo esa apariencia del Frendly Fascism que ya nos vaticinaba Bertram Gross en los ochenta —libro que por cierto todavía está también sin traducir a nuestro idioma—. A uno le atemoriza en cambio la vieja ultraderecha, la plenamente consciente de las barbaridades con que se emponzoñó la historia, unas atrocidades de las que cualquier persona medianamente sensata querría desligarse; lo que a uno le preocupa es ese viejo fascismo que se vale de las viejas banderas y los viejos himnos legionarios, el que cree que los muertos de las cunetas deben seguir allí, el que, no necesitando una casaca o un nuevo ideario o una nueva manera de desfilar, se vale de lo viejo como un cómodo almohadón desde el que soñar aquello que hace ya décadas se vio que era totalmente inservible. Yo no se qué falta hace una nueva o una vieja ultraderecha, pero por si acaso voy echando en falta el mar en Ponferrada.
DAVID ALBEMAR