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TRIBUNA

Villimer: ¿Qué será de mi pueblo?

Publicado por
Anastasio Ordás Fernández bibliotecario
León

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L a Revolución Neolítica iniciada en el Creciente Fértil, hace 10.000 años, empujó al hombre a pasar de nómada a sedentario, de simple depredador a cultivador de la tierra, de cazador a domesticar animales, dejando un poco a parte la cultura del bifaz, raederas, hendidores, hachas de piedra, etc. para dedicarse a otro tipo de instrumentos inclinados a la incipiente agricultura, horticultura y nuevas formas de vida. Aprendió a domesticar animales para tener a su alcance carne, leche y abrigo.

Se fueron haciendo expertos en el arte de conservar carnes, pescado, quesos, vellones y en hacer útiles de labranza todavía rudimentarios: arados muy toscos para abrir la tierra, hoces de madera, azadas de lascas bien pulimentadas, molinos rudos de piedra para triturar el grano. Empiezan a dominar el agua, el fuego, el tiempo y la naturaleza. En este contundente cambio en las formas de vivir, van apareciendo las primeras sociedades agrarias, va brotando el germen de los primeros pueblos. Surge, por primera vez, la figura del campesino, del labrador, del ganadero. La Revolución Neolítica ha sido la mayor transformación a formas mejores de vida que ha hecho el hombre desde sus primeros pasos como ‘homo’. Solo un grupo de prehistoriadores como Vere Gondon Childe, German Delibes, Fernando Romero, entre otros, han puesto luz a este milagro.

Con la llegada de la cultura romana a nuestro país, mejoró notablemente el agro, desarrollando el cultivo, ya masivo, de trigo cebada, leguminosas, vid, olivo y hortalizas. En ese tiempo apareció el famoso arado romano tirado por vacas o bueyes, y que todavía se usa hoy para sembrar y sacar patatas en algunas explotaciones minifundistas para uso casero.

La irrupción de los godos en la península, con un tono más perentorio que amable, supuso para la agricultura un estancamiento agrario claro o, quizá, un retroceso. Pero fue la agricultura islámica medieval, quien movió nuestro campo. Con los árabes da comienzo una agricultura de mercado, empiezan las primeras rotaciones en los sembrados para no desgastar la tierra. Comienzan a verse nuevos productos culinarios: naranjas, limones, berenjenas, azúcar en caña, arroz, etc. Aparecen técnicas de irrigación desarrolladas para la época, surgen con fuerza los molinos hidráulicos y de viento, se hacen pozos con el sistema de caldero, cuerda y polea, -que se siguen viendo en muchas casas de pueblo, ahora de adorno, claro está-, resurge la propiedad privada.

Este planteamiento agrario siguió inerte, adormecido, en una especie de hibernación durante las siguientes épocas culturales-artísticas: humanismo, manierismo, renacimiento, barroco, rococó, neoclasicismo, ilustración, romanticismo, realismo y modernismo.

La industrialización no llegó a los pueblos hasta la década de 1960, con la aparición de diversas máquinas y artilugios culturales: máquinas de segar, de sembrar, coches, tractores, lavadores, trillos eléctricos, cosechadores, televisión, maquinillas de afeitar eléctricas, cocina de butano, que desbancó a los fogones de la bilbaína, agua corriente, chimeneas modernas para mitigar el frío, comunicaciones en auge, creación de la Seguridad Social Agraria, etc., etc. Parece que ahora se podía ahorrar algún dinerillo para poder pagar alguna fruslería, después de haber doblado tanto el lomo detrás de la yunta, con la paciencia infinita del cartujo, desde las primeras luces de la mañana. ¡Cuántos pensamientos quedarían enterrados entre los surcos! Pero el gran despego económico del campo aparece en la década de 1970 en adelante, con la modernización total del labrantío, la introducción masiva de los productos fitosanitarios y fertilizantes, la revolución verde, subvención de la PAC, etc. Fue como un breve y hermoso baño de gloria.

Pero, ay, este gran cambio económico y social, aunque parezca de cuento, arrinconó a nuestros pueblos hacia una quiebra persistente. Sí, ha supuesto un coste muy alto. Los jóvenes, al acrecentarse el mundo de las comunicaciones, la difusión de la prensa, de la televisión, al considerarse personas leídas y sabidas, comprendieron que podían vivir de una manera más libre, más genuina, quizá más poética en otras tierras, y con la ilusión de desprenderse de la raíz del terruño, tal como se desprende uno de la ropa vieja, se abrazan a un mundo nuevo de colorines, —muchos veces engañosos— con extraordinario entusiasmo. Comienzan a desfilar de los pueblos riadas de hombres y mujeres, con ojos inquietos, en busca de esa Tierra Prometida, hacia las zonas más industrializas de España: Madrid, País Vasco, Cataluña, Asturias o bien al extranjero.

Los pueblos, con bastante rapidez, por cierto, se fueron quedando sin jóvenes y por ende, sin niños, sin escuelas, sin maestras, sin campaneros, sin herreros, sin boticarios, sin peluqueros, sin curas. Un poco simbólicamente se dice por ahí, que donde falta un cura se van a necesitar cinco policías. Ya solamente se aspira a que no se cierre el bar, como centro de ocio, de información, como tablón de anuncios. Los pueblos fueron perdiendo la nata, se fueron vaciando de la gente más competitiva y paulatinamente se ha ido perdiendo la cultura tradicional de siempre, se fueron al traste las viejas referencias: el apego a la familia, la observancia de la religión, la disciplina, la moral de muchos siglos, la cortesía, el método, las tradiciones, el respeto, las buenas maneras y mil cosas más.

La unidad productiva familiar se desfiguró en sumo grado con el envejecimiento de los brazos activos y otros varios factores, como: despoblación gradual, una nula valoración ecológica, pérdida de la vieja armonía vecinal (ya nadie arrima el hombre para ayudar al vecino), los pocos jóvenes que salen a estudiar tampoco regresan al pueblo, distanciamiento y frialdad en la unión familiar, nula intervención de los padres en la vida de los hijos, poderes públicos olvidados de todo lo que se cuece en los pueblos, espacios radiofónicos y televisivos incitando y bombardeando a las gentes al hedonismo, al ocio, al placer, a la blandura, a la fantasía que ayudará, quizá algo, a vivir, a huir de algunos contratiempos de la vida. Con este panorama a la vista, poco a poco se ha ido creando una pandemia de no creer en nada, de deshacerse de las herencias de los padres, conseguidas con tanto esfuerzo y vivir la vida en otros ambientes. Esos sueños de los pueblos traídos por la revolución industrial del campo quedaron suspendidos en el aire, se quedaron en humo.

Los pueblos van perdiendo enteros, van envejeciendo rapidísimamente. Cada año pasa «esa señora fea de la guadaña» haciendo estragos en la población mayor. Y, ya se sabe, cada fallecimiento que acaece en un pueblo, se cierra una casa en silencio, deshace una familia, llena de tristeza el ambiente. Dentro de poco se cerrarán muchos pueblos, no habrá vecinos, solo quietud, atonía, misterio. Quizá, una tarde de cualquier estación del año, el último vecino saldrá del pueblo con las manos aferradas al pasamanos del recuerdo con los ojos entornados, la mirada triste y el corazón roto ¿Qué será mi pueblo?

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