Diario de León

cuerpo a tierra

El cielo de Madrid

Publicado por
antonio manilla
León

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Madrid conserva de cuando no era capital de España la amabilidad provinciana, el rechazo y melancolía del bochorno manchego, los bocatas de calamares y las tapas de boquerones fenicios como recuerdo del mar. La memoria matritense se acendró y asentó con el pasar de los siglos, modernizándose adecuadamente, pero sin perder de vista los más recios principios sobre los que se fundó, incluyendo la meada de burro del río Manzanares y la Puerta del Sol, que ahí queda eso. Nadie bautiza barrios y estaciones de metro como los madrileños: Cuatro Caminos, Maravillas, Prosperidad, Esperanza. Tengo para mí que no es acierto verbal sino una preponderancia innata: el madrileño es cordial y preponderante, un ser atrapado entre esos dos extremos o excesos: el realismo más rastrero que cada noche se da un baño lustral en ensueños de pura megalomanía. Si lo español existiese en singular, quizá ese fuera su prototipo: un ser mitad tierra, mitad polvo de estrellas.

La quintaesencia de lo madrileño es esa chulería manola que tan resultona aparece en los chistes, como ese de un policía que le comunica a un conductor que su infracción son trescientos euros y dos puntos, a lo que el castizo replica, con su pizca de acentillo insolente: «¿Y qué me das cuando tenga los quince?». A lo cual el municipal, no menos chulapo, le responde: «Una bicicleta». Pero no es caricatura: por ahí debe de andar aún un libro que uno ayudó a editar sin conseguir que se modificara el título que los autores habían dado al relato sobre la protohistoria local, nada menos que «Villaverde antes de la Humanidad». Hay que ser profundamente madrileño, y casi diría que madridista, en el mejor de los sentidos, para mantener el tipo erguido después de una afirmación así. En negro sobre blanco. Resonando en el tiempo.

Hoy en día los madrileños, como han hecho siempre, abandonan Madrid a la menor ocasión que se les presenta. Viajan mucho, pero no para salir de Madrid sino para llevarlo a los lugares donde se desplazan, como si cada uno fuera una embajada de carne y hueso de ese territorio con su vocación y condena de rompeolas en donde baten todas las Españas. Y de ese modo llevan la modernidad castiza, que es la modernidad corregida por la dehesa, a las tierras con vocación de estación término. León se ha puesto de moda entre ellos. Acaso vienen buscando el cielo.

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