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TRIBUNA

Definitivamente, ¡nada es para siempre!

Publicado por
EUGENIO GONZÁLEZ NÚÑEZ PROFESOR. UNIVERSIDAD DE MISSOURI-KANSAS CITY
León

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¡ Quién lo diría!, que cien años después las minas estarían cerradas y tendríamos que decir adiós a los mineros, adiós a Santa Bárbara, bendita ella, a la que tantas veces invocaron —en los Tombrios y los Langres, Berlanga y Fabero, Torre y Bembibre…—, los mineros.

Pasó la Navidad y el belén y el árbol de Navidad volvieron al sótano o al desván. Pasó la cuesta de enero con ese desafío para una mente y un espíritu que pujan adelante, y de un cuerpo antojadizo y flojo que suele tirar para atrás.

Nada es para siempre. Todo pasa, y a la vez, disentimos del poeta y pensamos que, aunque no quede todo, algo siempre va quedando. Ese sabor agridulce de las fiestas, los buenos propósitos de encontrar caminos nuevos, porque en esencia todos somos caminantes buscadores, insaciables pasajeros, y la vida nos va enseñando —la vida es continua escuela—, que «los seres humanos no nacemos para siempre el día en que nuestras madres los alumbran, sino que la vida nos obliga a parirnos a nosotros mismos una y otra vez». Bien sabemos que ni nosotros mismos, ni nuestros conocimientos, amores y creencias, pueden ser del mismo modo, ni para siempre igual.

Los momentos en la vida llegan, en que de una u otra manera notamos cambios significativos en nuestro organismo, habilidades, humor, seguridad, capacidad para el trabajo, tanto si vamos hacia arriba, como cuando, inexorablemente los años nos empujan hacia abajo, aunque en verdad solo sea hasta estos momentos cuando empezamos a pensar que en realidad nada es para siempre.

El arranque de un nuevo año supone siempre un reto. El calor del hogar, la pandereta y el almirez, la mesa rebosante de viandas y familia, forman parte de unos días entrañables que hemos de abandonar en aras de una austeridad no deseada, una pérdida de contacto, unos caprichos menos y unas exigencias más. Y es que todo tiene su tiempo y su medida, su principio y su fin, y a su debido tiempo, de aquí, solo nos vamos a llevar un puño de tierra.

Si nada es para siempre, el ser humano va a estar siempre en proceso de cambio. Por ese desamparo existencial, tenemos derecho a emigrar física, moral, espiritualmente. El ser humano es un ser en continua transición al que en nombre de ninguna ley humana (social, política, religiosa) se le puede privar del derecho a mudar, a cambiar, a progresar interiormente y a vivir en plenitud cada etapa de su vida. Apropiarse la verdad absoluta, tanto en moral, como en política o religión, es dudar del pluralismo de la condición humana, siempre sujeta a vaivenes, nuevos descubrimientos, incluso, nuevas y relativas dependencias, pero en aras del amor y la libertad. Yo reclamo para todo individuo, el derecho a ser él mismo, a migrar, porque en la mudanza, el cambio impuesto por propia convicción en busca de la perfección —aunque nunca sea completa—, siempre va a estar en la base de todo anhelo humano, de toda humana mutación.

Yo apuesto por un ¡todo pasa!, vital en sí mismo, en movimiento continuo, que haga al ser humano un caminante diferente y distinto en cada momento de su peregrinar. Siempre es nunca todavía, y si todavía hay tiempo y espacio, el ser humano está llamado a caminar en la dirección que le marque su propia libertad responsable. Nada es para siempre: ni la vida ni la salud, ni la familia ni los amigos, ni la fe ni el servicio a un Dios, tan íntimo a nosotros mismos en el diario caminar, pero que, a la vez, nos trasciende. Todo cambia, todo es diferente, porque lo nuestro es pasar «haciendo caminos» —¡qué ironía!—, no hay caminos en la mar.

Cuando un gobernante no es capaz de ofrecer garantías de vida, hogar y comida, trabajo, libertad y seguridad a sus ciudadanos, éstos están en el derecho —sino pueden eliminarlo, como apuntaba Tomás de Aquino—, al menos de buscar un lugar sobre la faz de la tierra que sea capaz de ofrecérselo. Cuando una religión apresa, coarta, impone, oculta, impidiendo la capacidad para desarrollar todos los valores humanos —justificándose en ofrecer o salvaguardar otros más divinos—, el ser humano está en su derecho —¡quién quita que también el deber!—, de abandonar la práctica de esa religión por desconocedora y empobrecedora de la dignidad del ser humano.

Si nada es para siempre, ¿por qué nos aferramos a normas y exigencias que justificamos como divinas, privilegios y costumbres ancestrales, tierras, riquezas, títulos y puestos, haciendo que los demás sean simples esclavos nuestros y olvidando que «todo se pasa tan callando», y sabiendo de antemano que para el ‘tal viaje’, bien sabemos lo que no nos vamos a llevar?

Hay un estado en este gran país que por decenios mantuvo en secreto sus bondades, riquezas y grandezas con el único objetivo de que las gentes de otros estados no osaran sentar plaza definitiva en él. ¡Ocultemos nuestras riquezas y comodidades, nuestros lujos y lícitos placeres, nuestro buen modo de vivir, no vaya a ser que, si los pobres nos ven, también la tentación esté servida para ellos y perdamos nuestro exclusivo y afortunado modus vivendi!, piensan algunos. ¡Mantengamos a raya a los pobres, a los ignorantes, a los desarrapaos!, no vaya a ser el diablo que luego no haya nadie que barra nuestras calles, cocine nuestra comida, recoja nuestros frutos y basura, cuide nuestros jardines, levante a pulso nuestras mansiones, y lo peor de todo —¡ni quiera Dios!—, nos iguale y hasta nos supere en un futuro cercano. ¡Protejamos nuestro imperio!, se dicen, aunque pensándolo bien, mal protegidos debieron estar todos los imperios del pasado, que los pobres de la tierra a todos se los cargaron.

Los ecos de la Navidad nos siguen exigiendo que, ¡ensanchemos nuestro círculo de acogida, de igualdad, de prosperidad, de sabiduría y cultura, hagamos más habitable la tierra! Lo necesario para vivir dignamente debe llegar a todos, porque todos lo necesitan y todos lo merecen. La mayoría de los animales sobre la tierra tienen lo suficiente para sobrevivir, solo cuando el hombre interviene, 815 millones de seres humanos pasan hambre crónica en el planeta: los más débiles, ancianos, mujeres y niños.

Porque nada es para siempre, los pobres esperan que las fronteras se abran y nosotros estemos felices de recibirlos, porque lo demás solo tiene —nos guste o no nos guste— un nombre: egoísmo, no «emergencia nacional». Los oficios que nadie quiere —camarero, barrendero, jardinero, peón, limpiadora—, los desean ellos para ser felices, vivir en libertad y comenzar a ver sus sueños hechos realidad, esperando que sus hijos tengan algo mejor, porque nada va a seguir en el mundo, para siempre, siendo igual.

Porque nada es igual ni para siempre, bien seguro estoy que un deseo de millones de hombres para 2019, fue que los pobres puedan alcanzar la tierra soñada, no tan dulce como la imaginaban, pero sí, amplia, solidaria, pacífica y generosa para que puedan sobrevivir dignamente quienes, en verdad, nunca han vivido.

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