Diario de León
Publicado por
antonio manilla
León

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El economista Karl Marx, padre del socialismo, aspiraba a transformar el mundo, mientras que el poeta Arthur Rimbaud, padre de las iluminaciones, se conformaba con cambiar la vida. Los surrealistas, hacedores de una de las patas de las vanguardias, intentaron conciliar ambas vías. Marx vivió casi toda su existencia a costa de Engels y acabó casándose con una baronesa; Rimbaud se hizo esclavista en África y llevaba permanentemente bajo su ropa, atado a la cintura, un cinturón cargado con ocho kilogramos de oro puro que acabaría matándolo. Los surrealistas inundaron de caleidoscopios verbales y cascabeles pictóricos media Europa y algunos fracasaron hasta las heces, que para un vanguardista no puede ser otra cosa que un museo. Es triste que una utopía, de llegar a algo, deje de serlo, pero es aún más penoso que los propios «utópatas» se vieran abocados de alguna manera a la traición de sus propios valores.

Entre anarquía y bombas hay una estrecha relación avalada por la historia, pero ese vínculo es inexistente entre utopía y realidad. Nadie ha visto realizarse una de esas urgentes quimeras que los hombres de tiempo en tiempo alumbran para iluminar con la luz del espejismo el transcurrir de la existencia cotidiana. Son fantasías paridas con sangre y prisa contra un mundo desigual e injusto. Porque es revolucionaria, la utopía siempre viene a vencer algo, aunque sea un estado de cosas, y en toda victoria hay juicios sumerios, víctimas y cadalsos. Sangre. Luego, como hizo Francia, con ponerle Plaza de la Concordia a la Plaza de la Guillotina, asunto arreglado: todos felices y perdices hasta la próxima degollina. Bien se ve que lo políticamente correcto no es un invento nuevo.

Más allá de las habituales promesas que hacen todos los partidos políticos en campaña, abonados al adagio quevedesco del «Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir», a mí me sorprende el gran relato utópico de los partidos detergentes, los que han venido a limpiar la democracia desde la cátedra del comentario, como si un país fuera una entrada de la Wikipedia. Porque la en el fondo tan necesaria utopía no es un sueño sino «un sueño imposible», que si llegara a existir dejaría no solo de ser sino también de estar, pues se borraría del horizonte como el astro sol cuando la tierra suavemente dobla la esquina del día, como tiene por costumbre hacer cada jornada, sin faltar una.

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