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Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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Me cuenta el escritor leonés Antonio Toribios que en su juventud había un servicio de extracciones en los sótanos del Hospital de La Regla y que allí, pinza en ristre, un dentista sacaba muelas por cien pesetas. Toribios se lo reserva, pero yo siento cierta congoja imaginando una sala lúgubre, con azulejos desconchados y bombillas de luz mortecina. Aquel dentista, que era un hombre sin complejos, le decía al irse que si sangraba mucho («pero si empapa usted una toalla, no me venga con ñoñeces», indicaba), podía ir a su propio domicilio, por si había que taponar o cauterizar la herida. «En ese agujero que le ha quedado cabría mi dedo», agregaba con regocijo, y es de sospechar que su interlocutor salía del hospital con un escalofrío en el cuerpo.

Refiero estas cosas pensando que, dado la que se nos avecina, igual era conveniente recuperar la figura de esos antiguos sacamuelas y dejar en sus hábiles manos la retirada de una pieza cada vez que nos mienta un político. ¿Cómo dicen? ¿Que se quedarían todos desdentados? Hombre, igual exageran, aunque no niego que las perspectivas no son muy halagüeñas: no transcurrió ni una hora desde la convocatoria de las elecciones y ya era un clamor la cantidad de trolas que nos estaban lanzando desde unas cuantas direcciones. Aviados vamos.

Mi abuelo lucense, que además de ordeñar era zapatero, extraía los dientes a sus vecinos de aldea y, si la memoria no me falla, se valía de las mismas tenacillas que empleaba para arrancar las suelas de los zapatos. Había un frondoso castaño frente a la casa y era a sus pies, sentados en una banqueta, o en un pequeño tocón, donde aquellos hombres valientes abrían la boca para susurrar: «Adelante, Pedro» (no se vaya a tomar esto como un guiño a nuestro antiguo presidente, pues ese era el nombre de mi abuelo), mientras el cielo se oscurecía sobre sus ojos y la sangre borbotaba entre las encías (qué lírico me ha quedado esto). El castaño continúa allí, en aquella diminuta aldea gallega, con su tronco robusto y sus ramas copiosas, ofreciendo sombra y protección a hombres y bestias. Siempre había un perro de caza dormitando y algún mirlo picoteando entre los erizos de las castañas. Es un tótem en el solsticio y una casa en los lánguidos días de lluvia. Resulta difícil imaginar que en los tiempos que corren vayamos a contar con el amparo de un árbol parecido y todo invita a pensar que, a falta de dentistas enérgicos, solo nos quedará el recurso de apretar los dientes y, como decían aquellos labradores, soportar lo que nos venga encima. Cuánta dentellada, cuánto rechinar de dientes nos queda por ver y oír, y lo que es peor, cuánta sonrisa de hiena en la deshuesada fiesta de la democracia.

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