Diario de León
León

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A fuerza de convertir el monte en un coto privado para señoritos urbanitas de Visa Oro, en lugar de primar a los vecinos de los pueblos que lo miman como herencia, la Junta ha logrado que los pájaros terminen por disparar a las escopetas. La suspensión cautelar impuesta por el TSJ a la caza muestra las sombras de un modelo en el que la administración ha abandonado sus responsabilidades en manos de empresas privadas, dedicadas a primar la cuenta económica por encima del rendimiento social y la sostenibilidad medioambiental. La deriva, con catálogo a conveniencia, genera un ecosistema del negocio en el que prosperan los tramperos y se reparten los beneficios con la administración. El engrase de la maquinaria hace que, a pesar de los conteos de campo de los guardas y los avisos de los paisanos que conocen el área como el pasillo de casa, siempre haya quien firme planes de caza en los que, por ejemplo, se meten corzos y venados trofeo, aunque no los haya en la zona, pero que hacen que cotice al alza la bolsa en la subasta; mientras, se niega el aumento del cupo de las hembras, más baratas, pero que son las que permitirían una gestión más eficaz de la población y además provocan más accidentes. No tiene sentido para quien desarrolle su vida en un entorno natural no domesticado, aunque en los despachos de los que mandan lo más salvaje a lo que están acostumbrados sea una tarde calurosa sin cobertura en el móvil, ni chaleco a juego con el pañuelo fashion.

El problema surge cuando la incompetencia se cruza con la animalada de pedir que se elimine la caza por completo. El sueño de la autorregulación, en el que todos saben cuánto comer sin depredar a los que quedan por debajo en la cadena y los crecimientos exponenciales que esquilman a otras especies se controlan con campañas de ‘póntelo, pónselo’, retrotrae la historia a los tiempos del dientes de sable. El escenario bucólico del mundo salvaje pintado por los ecologistas más acérrimos, con su mohín de superioridad moral, obvia la evolución y la relevancia para el mundo rural de la agricultura y la ganadería, dos actividades a las que cabe incluir en el catálogo de especies en peligro de extinción, al menos al nivel que se otorga al lobo, y condicionan su supervivencia. Ni lo uno, ni lo otro. Ni el gatillo fácil de sembrar a discreción el monte de cadáveres para coleccionar las cabezas, ni la confianza ingenua que nos abandone a la ley de la selva. Ni Los santos inocentes, ni Bambi.

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