Los partidos no levantan cabeza
U no de los lemas de las grandes manifestaciones del 15-M de 2011 fue «no nos representan», dirigido a las organizaciones que ostentan el principal mandato constitucional de la representación, los partidos. El art. 6 de la Constitución afirma que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Sin embargo, en aquella amarga coyuntura crítica, la sociedad se sentía mal representada y peor dirigida por unas fuerzas políticas que manifiestamente no supieron prevenir, afrontar ni resolver cabalmente la doble recesión que había dejado al cuerpo social en la indigencia.
Las más graves acusaciones que han soportado los partidos en la etapa democrática han sido la endogamia crónica y la corrupción cuasi sistémica. Hay que decir con claridad que la democracia interna de los partidos a través de primarias no resuelve por sí sola el problema de la endogamia. El sistema de organización ha de ser flexible, abierto a incorporaciones externas sin necesidad de hacer trampas, y basado en criterios de capacidad de liderazgo, eficacia y competencia. En cualquier caso, las marrullerías —el escándalo de Ciudadanos, guardián de la ortodoxia, en Castilla y León— tienen un efecto devastador sobre el ya muy precario crédito de unas organizaciones que están desde hace tiempo bajo sospecha.
Con respecto a la corrupción, hay todavía mucha tarea por hacer. Los propios partidos deben mantener un control interno de las finanzas de sus miembros, voluntario pero ineludible, y es necesario conseguir un consenso en torno a la introducción en el código penal de la figura del enriquecimiento ilícito, difícil pero no imposible.
Finalmente, es preciso que las instituciones intermedias de carácter político se vinculen en mayor medida a las estructuras sociales y profesionales espontáneas. No es malo por ejemplo que un catedrático de Derecho Constitucional sea al mismo tiempo diputado a Cortes algunas legislaturas. El tejido social y el político deben imbricarse y cooperar, de forma que haya trasvases entre ambos. El régimen de incompatibilidades, que ha de ser riguroso, no debe sin embargo impedir que profesionales liberales desempeñen temporalmente tareas políticas en viajes de ida y vuelta perfectamente tasados que no vulneren el interés general ni puedan malinterpretarse.
Mucha tarea queda por hacer para que los partidos se vitalicen, formen parte de la estructura intelectual del país y cumplan cabalmente con su función constitucional de representación. El control estricto de la legalidad debe hacer posible más dinamismo en una clase política en la que entren y salgan ciudadanos brillantes, profesionales solventes, expertos de prestigio.