cuerpo a tierra
Lo raro y lo normal
En el hondo y oscuro aislamiento de las cuevas y en el fondo de los océanos es donde los científicos suelen encontrar nuevas especies, animales desconocidos, curiosos taxones y endemismos que unas veces hacen historia y otras nada más producen algo de repelús. No se les prepara una puesta de largo de infantas, pero tampoco pasan desapercibidos gracias a las noticias periódicas con que los diarios nos presentan esa insólita galería de curiosidades donde convive la imagen de un microscópico gusanito con el perfil menos bueno de un pez abisal que, hasta el momento en que pasó por allí el robot que lo inmortalizó, vivía tan pancho merendándose todo lo que cazaba, sin tener que poner para las visitas cara de descubrimiento. Esos quince minutos de gloria del protozoo que era «feliz como una gota de colonia» —tomo el símil del poeta José Luis Piquero— no los previó Andy Warhol, pero los prefiguró hace ya cinco siglos el Arcimboldo en sus cuadros de legumbres, raíces y floripondios.
Todo lo raro produce una extraña atracción sobre nosotros. Los reyes de los tiempos modernos tenían colecciones de enormidades y se retrataban con enanos no tanto por insensibilidad como para resaltar que ellos también eran únicos. Un tipo norteamericano, apellidado Barnum, creó el «Gabinete de curiosidades» por el novecientos y, además de forrarse, cambió para siempre el canon de la cultura, aproximándolo al entretenimiento, muchas veces a través de la rareza. Si quieren un ejemplo moderno, busquen en internet las fotos con que se promociona el músico Sopor Aeternus y ya me dicen. Lo que es extraño para uno es la normalidad para otro, lo sabemos, pero aun así.
Aquí, raros raros uno no recuerda muchos. En el Bierzo habría algunos candidatos: Tarsicio Carballo, el alcalde rockero José Estanga, Prada a Tope. Pero destacan por ponerle pasión a lo suyo, que es algo nada más insólito, cuando no digno de admiración. Y la rotonda inclinada de los Hospitales y el pedrolo de Arroyo no cuentan porque son inanimados. Y, además, tampoco pueden irse. Igual ahí está la clave de la gran normalidad capitalina: desde que ya no están en Santa Marina don José María y Ataúlfo, nuestros particulares Don Camilo y Peppone, todo lo extraño leonés está paseándose por un barrio de los madriles o esperando a que estrenen «Cazurros por el mundo». La despoblación no sólo nos consume. También aburre.