RÍO ARRIBA
Sigue lloviendo
Tu padre siempre será una incógnita, nunca sabrás del todo quién es, de dónde vino, cómo era su vida antes de engendrarte. Rebasamos el día de San José y yo me acerco con el mío a tomar un vaso de vino, el invierno no acaba de irse, al otro lado de la ventana fluye una lluvia oblicua y veloz. Miro a este hombre que un día fue un rey formidable y siento una ternura que me duele hasta el tuétano. En esta ciudad donde hay tantos, tantos ancianos, los hijos vemos pasar el tiempo con una desazón melancólica. Qué difícil resulta imaginar el pasado de quien ahora solo es una memoria furtiva y agujereada. Mientras la chica nos atiende con una sonrisa adorable (incluso ahora mi padre sigue despertando en las mujeres una simpatía espontánea), trato de verlo en su juventud y en ese álbum hecho de retales (fotos de color sepia, recuerdos de la madre, anécdotas susurradas), lo imagino en pensiones mezquinas y tardes azuladas de domingo, caminando con gallardía por las calles de Bilbao, a punto de entrar en el cine para disfrutar una velada de sesión continua. Lo veo luego en el trabajo, sobre muros altos y rojos, desafiando un vértigo oscuro, su cuerpo valiente y pobre, la camisa blanca, blanca, sin elevar plegarias al cielo. Mi padre, contaban, siempre tuvo el saludo lacónico y cortés, nunca fue hombre de iglesias ni de pistas de baile, ni siquiera de colmados oscuros. Todo ha sido antes, me digo, como una tempestad bajo tierra, como un barco antes de zarpar, y me doy cuenta de que ya no le oiré silbar junto al mar, ni oiré sus pasos llegando a casa, su rostro acercándose al mío a un palmo del aliento. ¿Cómo caminaba realmente, cómo sonreía cuando salía de la fábrica y se refrescaba en la fuente? ¿A qué mujeres admiraba, por qué amigos hubiese dado la vida, dónde dejaba su miedo cuando nos veía crecer día tras día? ¿Veía en mí la sombra de lo que ahora soy, cuando me subía al columpio y me empujaba hacia las nubes? Todo lo que no hablé con él, todo lo que no he sabido de él, se me escabulle ahora entre los dedos y no hay vuelta atrás. Me pregunto, en esta tarde de marzo, el viento silbando entre los árboles, si al menos estará a gusto conmigo, si en su mente tiznada por un barullo de suspiros y fragmentos este es un momento feliz, un instante que recordará antes de irse. Es difícil saber lo que pasa por su cabeza, qué capta su mirada perdida al final de la calle. Al otro lado del cristal el temporal remite y la gente pliega sus paraguas. Me gustaría cubrir su mano con la mía, como debió hacer él cientos de veces, en tardes heladas de primavera. Brilla en sus labios una sonrisa furtiva, casi imperceptible y, mirando por la ventana, le oigo decir:
—Sigue lloviendo.