Diario de León

Publicado por
Juan Manuel Pérez Pérez PRESIDENTE DEL COMITÉ Científico y Patrono de la Fundación Villaboa-Sierra
León

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« Los próximos 20 años serán los más críticos en la historia de la humanidad»; así de estremecedor y casi apocalíptico se manifestaba recientemente el prestigioso economista británico Lord Nicholas Stern. En la próxima veintena tenemos el reto de reducir en un 40% las emisiones, como una urgencia inexcusable para la supervivencia de la especie. En igual sintonía de alarma y zozobra Naciones Unidas han lanzado un grito desgarrador pidiendo medidas urgentes ante el desastre medioambiental: la pérdida drástica de biodiversidad, la reducción del agua dulce disponible, la contaminación del aire, la saturación de plásticos en los océanos, son solo muestras de una catástrofe planetaria. Como pregona a los cuatro vientos la activista adolescente Greta Thunberg, líder de lA revuelta ‘Fridays for future’, en nombre de todos los jóvenes del mundo, «no podemos esperar».

En una carta dirigida a los ciudadanos europeos, Emmanuel Macron, presidente de Francia, alertaba sobre la situación límite en la que vive Europa: «Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante». Si creemos en Europa debemos contribuir a la causa de un «renacimiento europeo», para que los valores de progreso, seguridad y compromiso social, nacidos en nuestro continente, como sustancia de sus señas de identidad, no sean un paréntesis en la historia, sino los pilares de un nuevo impulso en la larga marcha de la humanidad.

España, incluso, respira en estos momentos una atmósfera tóxica, de guerra política; como si se hubieran despertado nuestros peores demonios, heraldos de la división autodestructiva, y afloraran nuestros deletéreos miedos ancestrales a la unidad. En consecuencia, la acción centrifugadora de los «nacionalpopulismos» tensiona hasta la extenuación y el colapso la agenda política, condenándonos al abismo de una estéril inestabilidad, al descoser y hacer girones la milenaria piel de toro.

En este estado de emergencia general, para el mundo, para Europa, y para la propia España, estamos llamados en los próximos tiempos a cruciales procesos electorales en los cuatro estamentos institucionales de nuestro orden político: europeo, nacional, regional y local. En tal clima de alerta generalizada nuestro voto, cada uno de nuestros votos adquieren una dimensión transcendental, y proyecta desde nuestra conciencia tres interrogantes que se clavan cual flechas angustiosas en el pecho del ciudadano: ¿qué votar?, ¿a quién votar?, ¿para qué votar?

Incluso en esta maraña de dudas e intereses contrapuestos se abre paso en el debate político un nuevo concepto de viejas resonancias platónicas: La Epistocracia; planteando de forma cruda una pregunta ponzoñosa ¿quién debe votar? Así reflexiona Jason Brennan en su polémico libro Against Democracy (Contra la democracia) : «cuando se trata de información política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no sabe nada y mucha gente sabe menos de nada»; por tanto, estamos depositando nuestro voto en manos de irresponsables, es como si dejáramos nuestra salud en manos de un cirujano que no ha estudiado medicina. «Si un fontanero, una peluquera o un conductor necesitan licencia, por qué no un votante». Pero, ¿quién decide que es estar bien informado?, ¿Quién elige a los que eligen?

Rechazamos radicalmente esa visión de la democracia paternalista y protegida, que le da al voto un valor meramente instrumental, porque atenta contra la propia naturaleza igualitaria del ser humano. El voto es el sagrado e intransferible ejercicio del poder individual del ciudadano, el instrumento más poderoso de expresión de su identidad, y de su anhelo insaciable de justicia. El voto es la voz política de la conciencia, y por ende el votante disfruta de aquellas virtudes que Miguel Delibes atribuía al protagonista de su imperecedera novela El disputado voto del Señor Cayo; está dotado de una sabiduría ancestral, que le permite sobrevivir en los medios más hostiles, en armonía con la naturaleza y el entorno. Es el votante sabio que emite un voto sensato, morigerado, reflexivo, responsable, y consecuentemente sabio.

También es cierto que en nuestra doliente democracia los partidos se han convertido en máquinas de triturar ideas para convertirlas en simples tuits, o slogans publicitarios. Nos hacemos eco de los anhelos de otro poeta de nuestro olimpo, Juan Ramón Jiménez, que decía sentir adhesión a las ideas y no a los partidos. Esas ideas que debatidas y contrastadas se convierten en el alimento de una democracia de los valores, frente a la huera democracia del marketing. Propongo un nuevo paradigma para tiempos electorales: votar ideas es votar valores.

Un voto sabio es el que elige aquella formación política que plantea como valor supremo de la acción política la vida, estimulando y facilitando la natalidad, a la vez que custodiando con primorosa atención paliativa su finalización. Pero también diseñando un modelo sanitario igualitario, universal, eficiente y de calidad; sin olvidarse de articular, e incluso imponer con rigor y disciplina medidas eficaces para salvar la supervivencia de un planeta cuya salud es «tan grave» que, como dice la ONU, la vida de las personas estará en situación desesperada en unos treinta años.

Sabio es también el voto otorgado al programa político que consagra a las personas como centro y eje de toda la actividad política. Que, a partir de la aceptación de la radical igualdad por razones de género, raza o religión, propone modelos económicos justos, humanitarios, solidarios y dirigidos a la búsqueda del bien común; capacitados, gracias a? la energía de la leal competencia, para ofrecer vivienda digna a todos los ciudadanos, y bienes o servicios de acceso universal; pero sobre todo comprometidos en multiplicar y repartir el trabajo como un valor irrenunciable para el desarrollo personal.

No menos sabio es el voto que apuesta radicalmente por el conocimiento como forma de evolución y progreso de nuestra sociedad, planteando la educación como un proceso de superación personal y social, basado en la ética del esfuerzo, y premiando el mérito a través de la igualdad de oportunidades. Que opta por el talento, la creatividad, las humanidades, la ciencia, la revolución digital, la cultura de la innovación, y el emprendimiento como bases de un impulso ineludible para conquistar el futuro.

Inmensamente sabio es el voto a favor del reparto del poder y la representatividad: votar «la democratización de la democracia», como diría el postmodernista Anthonny Giddens en su Tercera Vía. Es un voto que apuesta por la estabilidad unificadora del marco constitucional a la vez que empuja reformas contundentes en pro de la calidad democrática y del perfil ético e incorruptible tanto de la clase política como de los servidores públicos. Un voto limpio y transparente que declara la guerra a la opacidad farragosa del estado, a las vetustas, casposas e insolidarias prácticas del enchufe, la recomendación, el compadreo, la mamandurria, o el clientelismo; cánceres tradicionales del progreso de nuestra sociedad. Haciendo honor a Los Decreta de 1188, promulgados en la Curia Regia promovida por Alfonso IX para constituir las Cortes de León, ‘Cuna del Parlamentarismo’, yo diría que sigue vivo el reto de sentar al pueblo en la mesa del poder.

P.D. Si un votante sensato, racional, responsable y «sabio» no encuentra un programa político que le ofrezca la confianza mínima para encomendarle su voto, basado en ideas y valores, siempre tiene la opción de refugiarse en «el lugar mágico del voto en blanco», según aconsejaría el Nobel Saramago, en su Ensayo sobre la Lucidez, como demostración fehaciente de su postura crítica con «la casta política», a la vez que compromiso indestructible e inalterable con la democracia.

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