TRIBUNA
¿Por quién doblan las campanas?
¿ Sabías que una campana de la Peña da la hora en el Bierzo? Lo contaba, porque lo vio, mi bisabuelo a mi abuelo, y mi padre me lo contó a mí —¡hazte eco de mi eco!—, que hay en Ponferrada un trío de campanas que encuerdan y repican por el alma de la Peña, Fr. Gabriel de Aller.
La figura de Aller, don Gabriel, más tarde, Dr. fray Gabriel de Aller va, indiscutible e inseparablemente unida, al convento de la Peña de Congosto. Venido de Astorga en 1570 como cura secular para recibir el beneficio de la pobre ermita de la Peña, no se asentará en la Cumbre hasta 1580. Este clérigo no va a conformarse con lo que ve: ¿cómo una advocación antiquísima a la Virgen, extendida por el Bierzo, va a quedar relegada a una pobre ermita casi en completa ruina? Visionario y emprendedor, el capellán vio en la cumbre un lugar de atracción y devoción marianas, por una parte, y por otra, un centro desatendido en el Camino de Santiago que, por partida doble, llegaba a los pies de la Señora.
El transitado Camino francés que bajaba por Manzanal, cruzaba Bembibre y faldeando Cobrana subía a la cumbre; y el Camino olvidado que venía de Asturias, cruzaba la escarpada y peligrosa montaña leonesa y desde el Peñouco bajaba a la ermita.
Atravesando ambos el río Sil, proseguían recto para unirse en Villafranca al ramal de la Ruta Jacobea que bajaba por Foncebadón, Molinaseca, Ponferrada.
Construir en la Peña era una tentación, un riesgo, pero a la vez un reto, una obra de titanes, y si no que se lo pregunten a quienes mediado el siglo pasado dejaron allí sus sueños, proyectos, ahorros y… deudas.
La persona de don Gabriel, armada de fe, palabra y carisma convincentes, movió en 10 años corazones y bolsillos de toda la contorna para edificar, a base de limosnas, un convento, «con un pequeño claustro y aljibe en medio». «Una iglesia de tres naves en tres filas de a cuatro arcos sobre pilares y tres bóvedas de arista». Un coro para doce frailes, y una torre renacentista, a prueba de huracanes y fuegos, esbelta y consolidada a la vez, ornada con siete festivas campanas.
Un albergue de peregrinos y una casa para niños abandonados, amén de palomares y granjas en San Román de Bembibre, Magaz de Abajo y una más amplia en Congosto. Las canteras de piedra y losa en las entrañas de la cumbre, las Barreras, a las orillas del mismo pueblo, los abundantes bosques de castaño, roble, nogal, le proporcionaron la materia prima para sus obras.
La ingente labor manual corrió a cargo de gentes de la zona, loseros y carreteros, así como de afamados canteros y carpinteros, cerrajeros y herreros, famosos retableros de categoría nacional.
Aller, con la obra terminada, marchó a Roma en busca de alas para sus sueños. Posiblemente, además de instruido, Aller era ambicioso a lo divino —y quién quita que también a lo humano—, quiso unirse a una Orden Hospitalaria como era, en aquellos días de 1600, la de los Canónigos Regulares de San Agustín, y a los pies del papa Clemente, le puso en bandeja la obra de la Peña, un proyecto en la línea actual por la que Roma apostaba.
Así, la Peña de Congosto, se unió a la poderosa obra del Hospital del Espíritu Santo en Roma, por lo que, convento, iglesia, hospital de peregrinos, casa de niños expósitos y abandonados, quedaron bajo la protección, el cobijo y la regla de San Agustín, y las constituciones de la Orden del Espíritu Santo. De esta manera, los objetivos logrados eran todos ellos atractivos para la región: el estilo de devoción y culto de la mentalidad de aquel tiempo, así como una dimensión recuperada de atención a «enfermos y desvalidos», escrita en un cuarto voto obligatorio para todos los frailes de esta Orden religiosa.
Aller no partió de Roma, sin antes tomar el hábito, profesar en manos del gran Maestre de la Orden, y convertirse en un Canónigo Regular de San Agustín, de la Orden del Espíritu Santo.
El papa Clemente VIII con la bula Debitum Pastoralis Officii unió e incorporó el 1 de agosto de 1601 todo el conjunto de la Peña al archi-hospital romano. El Dr. Fr. Gabriel de Aller, se consagró a Dios, y «a mis señores los enfermos, para ser siervo de ellos para siempre», y prometió «vivir sin propiedad (personal) alguna».
Al año siguiente, acompañado de algunos religiosos de la misma orden, se vino a la Peña, convirtiéndola en un verdadero asilo de misericordia para la zona, al estilo de las demás casas que la Orden del Espíritu Santo tenía esparcidas por Europa y América.
En previsión de los planes de antemano trazados, toda la obra material de la Peña ya estaba finalizada, y aunque la llegada fuese en febrero, los nuevos religiosos ya tenían lista su vivienda e iglesia, despensa, panera y bodega que, no es malo decirlo, mitigarían el frío de los crudos y largos inviernos de una cumbre —balcón del Bierzo—, pero pelada y sin solaz —¡con suerte!—, hasta bien entrada la primavera.
Bien seguro que, en el templo, llovieron devotos y milagros, a la par que donaciones y fundaciones de los fieles: tierras, casas, viñedos, prados, herencias familiares como consta por algunos documentos conocidos y otros descubiertos poco tiempo acá, en Madrid, que están por leer, transcribir y catalogar.
Por ello, ni decir tiene que, la devoción a la Virgen de la Peña sobrepasaba con mucho las fronteras de la tierra berciana, como consta en un cuadro con detallado dibujo de la Virgen de la Peña, fechado en Madrid en 1676, que dice: «En esta santa casa habitan los Canónigos Regulares del Orden del Sancti Spiritus de Roma. Hay indulgencia plenaria todos los días del año, y Jubileo cada quinquenio. Es hospital de niños expósitos, y de peregrinos. Está sobre las aguas del Sil y es patrona de la Provincia de el Bierzo y sus montañas. A devoción de don José de Quiroga y su mujer Doña Teresa Martínez de Galarza».
Aller también recibió del papa los cargos de Vicario General y Visitador de la Orden en todos los reinos de España y de las Indias. Todo ello, nos da una idea de sus muchas actividades en los doce años que le quedaron de vida, siempre en lucha con el mal de gota, especialmente doloroso en los dos últimos años de su vida.
Murió el 1 de enero de 1619, en la Peña, tras años de vida comunitaria, trabajo y generosa y altruista dedicación a los más necesitados.
?Toda la ingente obra, material, social, comenzó a resquebrajarse cuando el convento, santuario, granjas de Congosto y San Román de Bembibre, sufrieron, primero en 1809, el expolio del ejército francés, y después, dos exclaustraciones, 1823 y 1830, que despojaron a la orden de todos sus bienes materiales, sacados a pública subasta y dados al mejor postor —que no fueron precisamente los pobres—, y expulsaron a los religiosos dejando los edificios en manos saqueadoras.
En pie quedó, ya sin tres campanas, sin retablos, sin los sillares del coro, el santuario. El incendio de 1936, dejó finalmente todo convertido en escombros por donde se paseaban los que todavía podían arramplar con algo, o los más nostálgicos y agoreros, listos a espantar raposas, choyas y lechuzas que campaban por sus fueros en lo que antes había sido todo un conjunto de edificios dignos de mejor suerte que la vileza del expolio, la desamortización —que solo benefició a los ricos—, el saqueo y sobre todo el fuego que levantó llamaradas de odio, enemistades y malos quereres.
Siendo niño, por años, sólo vi en la cumbre esqueletos de varios cuerpos de edificios que pertenecieron a los estigmatizados religiosos; así como huesos de los frailes esparcidos por el suelo, que habían sido enterrados en el presbiterio del propio templo, entre ellos los de Fr. Gabriel, el fundador, hasta que las manos piadosas de don Federico G. Honigmann, en 1957, los recogió, restauró el templo, reponiendo la lápida dedicada al alma de la Peña, recuperada de la desolación y el abandono, en el mismo lugar donde al inicio se había asentado: «Aquí yace el doctor frey Gabriel de Aller, fundador, comendador y prior de esta santa casa. Murió el año 1619. Orad por él». Y van de ello, la friolera de cuatro siglos.