fuego amigo
Faro de Tierra de Campos
Barbacana de León en la frontera del Cea, Valderas ostentó la divisa de faro cultural de Campos, que alumbró su seminario, antes de ser conocida por el bacalao de sus mesones y por el trapicheo de antigüedades. Un ministro de la Restauración la convirtió en centro radial de siete carreteras y estación principal de los Ferrocarriles Secundarios de Castilla. Nada queda ya de aquella centralidad de asfalto, raíles y latín. Apagado su faro, apenas mantiene los reclamos del bacalao y el chamarileo. Valderas fue fecunda cuna de ilustres de misa y pluma, como el Padre Isla, don Antonio de Lama y el obispo Panduro.
Sucesivas pérdidas menguaron sus galas, de manera que la imagen actual es apenas un espectro de la antigua prosapia. Isla se refiere a Valderas como «un pueblo que por la fatalidad de los años y la desgracia de los tiempos ha decaído de su antigua opulencia, sin que la mucha nobleza que le ilustra haya podido conservar su esplendor». De la muralla mantiene dos arcos mudéjares: el de Santiago con una severa mutilación por una de sus caras y el de las Arrejas reconstruido hace cien años. La historia de Valderas está jalonada de actitudes heroicas (que refrenda el Privilegio otorgado por Juan I), y chamusquinas. Albergó al duque de Lancaster y hospedó a Napoleón en el seminario, pero ambas estancias concluyeron en llamas, forjando su fama de indómitos y ahumados.
La sorna valderense, de estirpe inmortalizada por Isla, digiere el acopio de motes que pueblos vecinos y subalternos le endosan sin recato. De la aljama judía mantiene el trazado peculiar del barrio de Oriente, donde el Paseo Viejo acabó malogrado. En la plaza Mayor sorprende el antiguo consistorio: un noble edificio barroco con el escudo en piedra de la villa entre sus dos torretas. Al lado, la iglesia de Santa María del Azogue, y en medio la calle que asciende cambiando de nombre, entre palacios y blasones, desde el Espolón hasta Altafría, donde resisten los muñones del castillo.
El paseo por Valderas aparece salpicado de sorpresas y asombros. El seminario construido con el oro enviado por el obispo Panduro y recrecido en la posguerra, muestra su rescate de la incuria tras no pocas vicisitudes. También se aprecia, al pie del instituto, la singular plaza de toros excavada en la pendiente. Una menguada herencia de lo que fue esta villa fronteriza, varias veces pasto de las llamas. Ahora escribo a punto de salir una vez más hacia la villa del Cea, dispuesto a compartir nostalgia y bacalao con la panda de veteranos compañeros de internado, en nuestra secuencia de la senda pastoral del condiscípulo Matías Bayón por las parroquias del Cea. De Prioro a Sahagún, y ahora Valderas, donde alumbró el faro cultural de la Tierra de Campos.