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León

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En la última semana, cuatro personas de mi entorno cercano me han preguntado a quién votan. Sin más prólogo, ni seguro de responsabilidad civil. La apelación a quemarropa busca saber no a quién voto yo, que saben que no tengo mucho criterio para mis cosas, sino a quién deberían votar ellas en las elecciones de hoy, convencidas de que escribir en un periódico te da una visión general para analizar a las personas y encuadrarlas dentro de una propuesta política, como si uno fuera el sombrero seleccionador de Harry Potter o el algoritmo de Google. Los cuatro incautos han intentado traspasarme una responsabilidad que demuestra que las encuestas aciertan: no cabe duda de que hay un alto número de indecisos, que saben que van a ir a votar pero no saben con qué papeleta, y están tan perdidos ante la avalancha de lodo de las tres semanas de campaña y los meses anteriores que son capaces de abandonarse al primero que encuentren, como cuando llegas al bar a última hora y depositas en el camarero la esperanza de que acierte con el trago que te arregle el día, la semana o, con un poco de suerte, la vida. Ponme lo que quieras.

Pero nunca pasa. Menos aun en estas elecciones, cuya resaca amenaza con convertirse en la más insoportable de la democracia; al menos, hasta que haya otra cita con las urnas generales. La importancia de esta cita se topa con dos obstáculos insalvables hasta el momento: el paladar escrupuloso de los que se han visto traicionados por las siglas más cercanas a sus ideales, que no quieren volver a verse traicionados, y la furia de quienes, expulsados del estereotipo dictado por los sumos sacerdotes de la ingeniería social, se lanzan a los brazos de los especuladores del odio para mostrar su rechazo al sistema. La campaña ha girado alrededor de estas dos emociones, sin idea alguna encima de la mesa, ni propuestas para el cambio -menos aún para León-, ni entendimiento posible, sino como arma arrojadiza para convencernos de qué pasaría si mandaran los otros. La confrontación emocional genera un ruido de chiringuito futbolero en el que se les confunde a todos si uno no se esfuerza mucho en fijarse. El truco reside en decidir al menos qué es lo que no quieres y luego hacer pinza con los dedos en la nariz para que tu voto, que siempre es útil aunque luego lo echen a perder, consiga al menos un objetivo. Se trata de votar sin miedo, de votar sin ira. No les voy a decir yo a quién tienen que votar.

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