La muerte del caballero
A hora resulta que hasta los comentarios positivos dedicados a una mujer son sexistas. Mucho mejor para los hombres ignorarla como persona y profesional y replegarse al círculo masculino, donde nadie los juzgue. Es decir: «Los chicos con los chicos».
El caballero medieval, además de montar a caballo, tenía como objetivos principales el honor, la fidelidad y, sobre todo, la defensa del débil o necesitado. Y una gran parte de esos «débiles» eran las mujeres, objetos de intercambio o sacos reproductores, en un mundo de señores de la guerra, la mayor parte de las veces sus padres, esposos, hermanos, hijos... Sí, necesitaban al caballero que, convirtiéndose en su adalid, las liberara, ya que ellas no podían empuñar una espada, ignoro si por miedo a que se hicieran «pupa» con su filo o por temor a que se dedicaran a cortar cabezas.
Si retrocedemos más en el tiempo, la hembra, cuidadora de la prole, no por elección sino por obligación instintiva, precisaba del hombre, más fuerte él, irresponsable y liberado, por programación genética, de la carga de los mocosos, quienes, además, no eran conscientes de necesitarlo para nada, pudiendo colgarse de las mamas de su progenitora o de otra fémina, que daba igual, o casi.
Ahora no requerimos del «caballero». Nos hemos liberado. Trabajamos fuera, ganamos un jornal inferior, en la mayoría de los casos, al de los hombres, cuidamos de la casa y los niños, ancianos o enfermos porque ellos, los varones a los que hemos igualado, siempre están más atareados y cansados que nosotras, ya que el espacio público, que siguen ocupando en su mayor parte, requiere de mucho más tiempo y energía que el de servicios, más propio, nos han contado, de las mujeres. Y, además, estamos obligadas a considerarnos ofendidas si alguno pretende ayudarnos y nos sujeta la puerta cuando regresamos, corriendo y sudorosas, cargadas de bolsas, porque, en realidad, lo que pretende —nos dicen los psicólogos— es recordarnos que somos inferiores. ¡Y de eso nada! ¡Somos iguales! Deberíamos serlo, puesto que en capacidades intelectuales andamos a la par. Y, por tanto, el trato a nivel social y laboral tendría que ser el mismo. Es en esos planos en los que queremos ser iguales. Lo que no podemos pretender es convertirnos en hombres. No queremos ser varones, solamente tener sus derechos, «ser iguales».
Pero no lo somos. No solamente porque vivamos en una sociedad hipócrita, que nos dice a todo que sí y luego deja que nos maten esos que no son «caballeros», sino porque, genéticamente, ellos son físicamente más grandes y fuertes que nosotras y, una de dos, o imitamos a las inteligentes féminas de las Cortes de Amor, quienes convirtieron a los jóvenes en «caballeros», o seguirán muriendo mujeres por decir ¡Basta ya! Y en ese momento no aparecerán defensores —porque los hemos borrado, junto con el honor y la fidelidad—, para ayudarlas a sacudirse el yugo, a mantener a sus hijos, a espantar al canalla que las maltrata... No encontrarán apoyos. La engañosa sociedad les aconsejará que denuncien y, cuando lo hayan hecho, les contarán que «no hay medios»; que si requieren un abogado deberán pagárselo; que si no tienen trabajo tendrán que buscarlo y si carecen de preparación, que frieguen. Total, llevan haciéndolo toda la vida en su casa y además sin cobrar.
Nos cuentan, incluso, que las adolescentes que buscan un caballero son menos ambiciosas en su realización personal. ¿Acaso esa afirmación no es sexista? ¿En un mundo en el que no hay nada estable ni duradero, esas adolescentes van a creerse, estúpidamente, que su enamorado va a durarles toda una vida? Muy tontas, débiles o necesitadas han de estar para alcanzar ese grado de necedad. Claro que, como son féminas...
No deberíamos confundir cortesía, buena educación o agradable convivencia con machismo. No sería conveniente que las nuevas generaciones llegaran a considerarlos sinónimos. Cuando se cede el paso o el asiento a alguien —del sexo que sea—, no se hace por creerse superior sino por reconocimiento y respeto al mérito o a ?la edad de esa persona. Eduquemos con claridad y firmeza para que nadie cometa ese error. Creo que la mayoría sabemos distinguirlo muy bien. Solo un puñado de obedientes mujeres escuchan y, mal que les pese, obedecen.