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Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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Los ojos de Eri son dos niñas mirándote entre los pensamientos de un jardín. Su padre, Nacho Abad, le pasa la mano por la cabeza y seguimos sus evoluciones entre la incredulidad y la fascinación: solo tiene año y medio, y despide chorros de energía por donde pasa. Todo despierta su curiosidad insaciable y tremenda. A veces, se detiene y el mundo deja de girar durante una décima de segundo para celebrar su pausa. Nacho Abad, que escribe en este periódico una columna dominical cuya lectura es una obligación religiosa, consulta los resultados electorales y los comenta en voz alta. Las elecciones nos han pillado en su casa, en Tokio. A los japoneses, inmersos en la llegada de una nueva Era y de un nuevo emperador, lo que pase en España les trae sin cuidado. Resulta estimulante estar tan lejos y analizar las cosas en su justa medida: tertulianos, encuestadores y políticos parecen formar parte de un clan estulto y vagamente turbador, como esos huéspedes ebrios que, exprimida la noche, se retiran a sus cuartos con una mirada pasmada.

Eri sigue corriendo de un lado para otro, o arma juguetes con una pericia impropia de su edad. Al otro lado de la ventana, Japón es una promesa subyugante: nos esperan distritos indescriptibles, los templos de Kioto, el esplendor nocturno de Osaka. Taxis de faros cromados con asientos tapizados de ganchillo y un aquelarre sensorial digno de Blade Runner: el paroxismo peatonal de Shibuya, cientos de neones rutilantes, el jazz de Coltrane en locales minúsculos. Nadie está preparado para este espectáculo brutal. Te sabes a merced de estímulos inéditos y, pese a los viajes que hayas emprendido antes, de tu bagaje previo, no dispones de referencias suficientes. Esto es otro planeta, te dices, hipnotizado y desasosegado a la vez, como si estuvieses dentro de uno de esos símbolos o ideogramas que saturan esta ciudad. Y entonces sucede algo extraño, vuelcas tu mirada aturdida en los ojos de Eri, y en su reflejo ves algo que te tranquiliza y reconforta, sorprendido de que una niña te desvele las claves para asimilar esta geografía vertiginosa.

En brazos de su madre, la pequeña Eri nos sonríe cuando llega la tarde, unas horas antes de coger el avión de regreso. En algún punto remoto del globo, sobre la noche helada de Siberia, pensamos en Eri y en lo que representa; o quizá en el mundo que nos sugiere: un lugar donde solo habita una curiosidad generosa y valiente, como cuando tomas un libro al azar o dejas que tus pasos te lleven al claro de un bosque. El avión continúa su rumbo y el silencio es una mano que dobla las imágenes que abandonamos atrás: el Pabellón dorado de Mishima, las adolescentes con sus kimonos sublimes, la sonrisa de Eri.