Diario de León
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ernesto escapa
León

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La comarca leonesa de nombre más hermoso padeció, durante las últimas siete décadas, el impacto sucesivo de un embalse, que anegó catorce de sus pueblos y los valles más fértiles, y el tajo inclemente de una autopista trazada a lo bestia, sin las cautelas y miramientos ambientales que ahora protegen los espacios más sensibles. La comarca se llama Luna y es una de las cuatro que integran la montaña occidental leonesa. El embalse se construyó en régimen de rapiña y con la precariedad de la posguerra, de modo que sus viaductos llevan décadas hundidos o fuera de servicio.

Cuando se produjo la tragedia de Ribadelago, los vecinos de la comarca vivieron vigilias de pánico, porque ellos sabían mejor que nadie cómo se cambiaba el cemento por barro en los encofrados. Pasaron los años, se reforzó el muro de la presa, se jubilaron los puentes sobre el agua y el nuevo paisaje fue adquiriendo carta de naturaleza. Incluso los sabinares parecían lucir más en el espejo del embalse. Uno de los pueblos que se salvó del sudario del agua, aunque perdió buena parte de su vega, fue Caldas de Luna, retrepado a la sombra de las peñas. Caldas debe su nombre al manantial que brota en la cimera del pueblo y que ha dado vida desde hace un siglo al único balneario que permanece abierto en la provincia.

Caldas pertenece a Luna de Arriba, cuya capital histórica ha sido Sena, y siempre ejerció la capitalidad inmediata sobre La Vega de Robledo y Robledo de Caldas. Un cuarto de siglo después del cierre del embalse, entonces llamado pantano, el trazado de la autopista rompió el sosiego del valle por el que discurre el río que nombra al pueblo. En el diecinueve, las mujeres de Caldas ocupaban la invernada fabricando unos paños del país de mucho crédito por la pureza de la lana, que eran codiciados en los mercados terracampinos como paños de Caldas. Un modo de entretener y aprovechar su soledad en la larga temporada que los hombres pasaban en la trashumancia.

La autopista acabó con el aislamiento del valle terminal, mientras la lámina de agua del embalse dulcificó unas temperaturas que ya nunca alcanzaron los límites siberianos de otro tiempo. Pero la imagen del pueblo no ha cambiado en exceso. Si acaso, la mejora de accesos sirvió para que el balneario agonizante se convirtiera en una instalación modélica, tanto en el desempeño turístico como en su vertiente terapéutica. Pero Caldas todavía conserva su encanto de pueblo montañés, en el que conviven vegetación y casas de piedra con una antesala de blasones en quiebra y prados verdes. Caldas mira a los hayedos de la umbría con el telón de fondo de su imponente cordillera caliza, que rompe el tajo del Pincuejo, por el que desciende un arroyo nevero desde el pico Cilornio.

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