Diario de León

TRIBUNA

Reflexiones después de un viaje a Rusia

Publicado por
JOSÉ ANTONIO GARCÍA MARCOS PSICÓLOGO CLÍNICO Y ESCRITOR
León

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C uando una persona, a una edad ya avanzada, realiza un balance sobre su vida pasada se suelen producir dos sesgos importantes. El primero viene determinado por la tendencia a realzar los éxitos logrados, al mismo tiempo que se minimizan los errores cometidos y el segundo, ligado al primero, es que los éxitos obtenidos se suelen a atribuir a cualidades personales como la inteligencia o la capacidad de trabajo, mientras que de los fracasos se responsabiliza a las circunstancias externas o, incluso, a la mala suerte.

Algo parecido suele ocurrir en los relatos que las naciones construyen sobre sí mismas. Acabo de hacer un viaje por Moscú y por San Petersburgo y lo que los distintos guías locales me transmitieron sobre la situación actual del país se podría resumir de la siguiente manera. Rusia es un lugar donde apenas existe el paro (las cifras oficiales lo sitúan por debajo del 5%) aunque las condiciones laborales y los salarios suelen ser bastante precarios. Tiene un líder nacional, Vladimir Putin, que goza de un gran prestigio internacional y también es valorado positivamente por una mayoría de los rusos. No se menciona para nada que dirige un país con una baja calidad democrática, con la oposición prácticamente silenciada o, en el peor de los caos, eliminada y donde la separación de poderes brilla por su ausencia.

A nivel histórico se resaltan dos aspectos fundamentalmente. Por una parte la revolución de octubre de 1917 que terminó con el despotismo de los zares y las abismales diferencias entre los ricos (unos pocos) y los pobres, la inmensa mayoría y, por otra, la victoria en la Segunda Guerra Mundial que ellos llaman la Gran Guerra Patria. Oyendo el relato de los guías turísticos, uno tiene la impresión de que al nazismo lo venció solamente la Unión Soviética dirigida con mano férrea por Stalin. Ni una sola palabra sobre el Gulag, las recurrentes purgas y las hambrunas o sobre la matanza sistemática de millones de seres humanos por considerarlos enemigos de clase y desleales a la revolución del proletariado ni menos aún sobre el exilio masivo de los que pudieron abandonar el país huyendo del terror desatado por los revolucionarios de octubre. Hay una clara tendencia a resaltar los daños que los nazis infligieron a Rusia y, por otro lado, a silenciar los crímenes que protagonizaron los dirigentes comunistas, primero contra su propio pueblo y después contra las naciones vecinas. La URSS llegó a convertirse en una cárcel de naciones protegidas por la muralla del telón de acero. El turista ve con demasiada frecuencia banderas con la hoz y el martillo e, incluso, las azafatas del vuelo San Petersburgo-Moscú las lucían en su uniforme.

Si en nuestro país tenemos todavía asuntos pendientes con el pasado de la Guerra Civil (miles de cadáveres sin identificar que yacen en cunetas y fosas comunes o convertir el Valle de los Caídos en un Lugar de Memoria compartido por todos) los rusos apenas han empezado esa ardua tarea que los alemanes denominan con la expresión Vergangenheitsbewältigung, es decir, la superación del pasado y que nosotros preferimos llamar Memoria Histórica. Si en Alemania tras la derrota del nazismo se produjo un proceso de desnazificación de la sociedad y de las instituciones, en Rusia se necesitaría también una desbolchevización que ni ha tenido lugar ni se espera que lo tenga por el momento. No me imagino a la Alemania actual iniciando guerras o participando en conflictos armados si no es, como ocurrió en los Balcanes en los años 90 del siglo pasado, para evitar que en suelo europeo se volviera a repetir la experiencia de Auschwitz, como dijo el ministro de exteriores alemán, Joschka Fischer, para justificar la intervención de las tropas germanas en el conflicto. Rusia, por el contrario, está jugando un papel de primer orden en guerras como la de Siria, en Ucrania con la anexión de Crimea o, incluso, en Venezuela con el envío de asesores militares ante un posible enfrentamiento armado y no precisamente por defender valores morales y humanos sino por intereses nacionales y geoestratégicos.

Lenin y Stalin siguen siendo considerados como padres fundadores de la Rusia actual aunque desde la Perestroika estén relegados a un segundo plano y su presencia no sea tan omnipresente como en el pasado. Cuando uno visita museos como el Hermitage o la infinidad de iglesias y catedrales que han recobrado su antiguo esplendor después de ser condenadas a convertirse en simples almacenes o en pistas de patinaje por un régimen comunista que consideraba a la religión como el opio del pueblo y que pretendía extirparla de la mente de los ciudadanos, uno se da cuenta de los lazos que han existido desde siempre entre la Rusia milenaria y Europa. No debemos olvidar que el violento siglo XX europeo empezó primero en Sarajevo y después en San Petersburgo. La arquitectura, la música y la literatura están íntimamente vinculadas con la tradición europea. Chéjov, Dostojeski o Tolstói hacen pensar inevitablemente en Shakespeare, Dante, Víctor Hugo o Cervantes. Posiblemente llegará el día en que la nueva Rusia, una Rusia que haya hecho con éxito su afrontamiento del pasado y un balance equilibrado de sus logros y fracasos históricos, se pueda incorporar a la Unión Europea porque los lazos que unen a sus distintos pueblos y a sus culturas son, en el fondo, muy estrechos. Pero para que eso ocurra todavía tiene que llover mucho e, incluso, como decía la canción de Pablo Guerrero, tiene que llover a cántaros.

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