Diario de León
Publicado por
Armando Magallanes Pernas Catedrático de Geografía e Historia
León

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R ecuerdo que sería un día del año 1966 ó 1967, en que todavía andábamos escasos de centros de enseñanza, cuando mi padre me acompañó al barrio del Socuello, de Bembibre. Allí vivía la señora María, quien enseñaba sus primeras letras a niños de corta edad, siempre y cuando las criaturas en cuestión fuésemos provistas de una pequeña silla, una tiza y un pizarrín. Allí comenzó mi escolarización. Como quiera que la única escuela de Enseñanza Primaria que había en Bembibre no podía cubrir toda la demanda de establecimientos educativos que iba provocando poco a poco el baby boom, se habilitó poco después un local, también cerca de la estación. A él acudíamos los niños de aquel barrio.

En aquellos tiempos no había aún libros de texto, de manera que solo disponíamos de la conocida Enciclopedia Alvarez, que tenía dos tomos; uno más delgado para los más pequeños y otro más grueso para los mayores. Naturalmente, como su nombre indica, en ella se concentraba todo lo que los estudiantes debíamos aprender, incluida la historia, una historia oficial al servicio de la dictadura.

Acabó la dictadura y con el paso de ésta al Estado democrático se pasó de la historia oficial mencionada arriba a otra de signo completamente contrario, lo que es natural en un país de extremos como es el nuestro, que no ha sido capaz de hacer la digestión de su pasado y que sigue dando muestras de su proverbial complejo de inferioridad, incluso mostrándolo como signo de distinción. En efecto, de ensalzar de forma propagandística y en consecuencia con frecuencia exagerada las gestas nacionales, se pasó, de la mano de la nueva historiografía a todo lo contrario, es decir, poco menos que a considerar, siguiendo los argumentos de la leyenda negra, que la nación española ha estado imposibilitada para hacer algo propio de un pueblo civilizado, cuando, a decir verdad, es muy probable que hayamos demostrado ser una de las naciones más civilizadas de Europa.

Todo lo anterior viene a cuento de un reciente comentario, realizado en el diario El País por el profesor Carlos Martínez Shaw en el que elogia de manera efusiva la obra de José Luis Villacañas, cuyo título es bastante revelador de lo que el lector se encontrará en sus páginas. La obra en cuestión se titula Imperiofilia y el populismo nacional católico . En ella, tal vez a falta de argumentos de calado más profundo, el autor se explaya a gusto en una serie de lindezas referidas a la profesora María Elvira Roca Barea, a la sazón autora del libro Imperiofobia y leyenda negra , en la que la autora trata de desmontar, en mi opinión con bastante rigor histórico, los mitos de la leyenda negra contra España, que muchos de los representantes de la historiografía «postdictatorial» se han ocupado de divulgar de buena gana. Lindezas del estilo de «ignorante», «mesiánica», «franquista» y otras por el estilo. Por su parte, el profesor Martínez Shaw llega a decir que la obra de Villacañas es una obra de un «científico social de reconocida solvencia». Sobre gustos no hay disputa.

¿Qué es lo que ocurre?. Lo que ocurre es que hay en España una aristocracia historiográfica que se ufana de su progresismo y que no está dispuesta a aceptar de manera tolerante que vengan personas como la profesora Roca Barea o, por poner otro ejemplo que también ha sido objeto de descalificaciones por parte de algunos de los miembros del mencionado sanedrín historiográfico, los profesores Álvarez Tardío y Villa García (éstos últimos, autores de la obra 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular ) a socavar, con sus obras supremacistas y racistas en el caso de la primera o reaccionarias en el caso de los segundos, los pilares de la nueva historia oficial. Esto, a mi juicio, pone en entredicho algo que por mi parte nunca he tenido muy claro, y es que la historia sea cabalmente una ciencia, a no ser que haya ciencia progresista y viencia reaccionaria, cosa que ignoro, ya que no me tengo por un experto en epistemología.

Lo que sí es claro es que todo el mundo tiene gusto. Unas personas tienen buen gusto y otras tienen mal gusto. Pero la clase no, la clase, se tiene o no se tiene.

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