Tienda de armas
e puede odiar algo y no acribillar a tiros al objeto detestado, pero si uno es un imbécil, o un miserable, que además hoza con gusto en el albañal de la ignorancia y tiene un jefe, un guía demenciado, que le jalea, entonces las posibilidades de que uno se compre el arma de fuego más mortífera del mercado y vomite por su caño todo el horror que lleva dentro, se multiplican. Ahora bien; si ese mercado de la muerte está a la vuelta de la esquina, las posibilidades de que el odio curse en matanza, en genocidio, no son muchas, sino todas. Uno conoce un montón de personas que, por sus discursos y sus expresiones, diríase que se pasan la vida odiando, y a otro montón que se dedica a indicarles qué deben odiar. Eso lo ve uno, cualquiera, a cada instante, en la calle, en el trabajo, en los debates y tertulias de la televisión, en el Congreso de los Diputados, en las redes, pero lo que no ve, por fortuna, son expendedurías de armas de libre y fácil adquisición, ni al presidente del Gobierno defendiendo y estimulando su uso por los particulares. El odio por sí solo, pues, es nada más que una enfermedad del alma, y aunque ese virus que algunos pretenden inocular en nuestra vida política y de relación puede, como todo virus, extenderse peligrosamente, sin armas y sin Trump no alcanza los niveles de la letal locura en que vive instalada la sociedad estadounidense.
Santiago Abascal y Pablo Iglesias defendieron públicamente en su día, y el primero de ellos me parece que aún, la libre posesión de armas de fuego por la ciudadanía, coincidiendo ambos en aludir a la necesidad perentoria que ésta tiene de defenderse a lo bestia. Según Abascal, de los allanadores de moradas, y según Iglesias... bueno, según Iglesias vaya usted a saber de qué. La realidad, empero, esto es, la cordura que conservan los españoles pese a los esfuerzos que en ocasiones hacen por disimular, parecen haber apeado de esa pretensión a éstos pequeños líderes tan propensos a la desmesura. Pero Dayton y El Paso no están tan lejos, y aquí las llamadas al odio, al racismo, a la intolerancia política, sexual, cultural o religiosa, pueden ir cobrando adeptos en las charcas de la ignorancia que sarpullen, y no en escaso número ni profundidad, la nación. Para combatir y erradicar ese virus no se necesitan pistolas, sino cultura. Y que no haya en la esquina, en vez de la panadería, una tienda de armas.