Diario de León

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TRIBUNA | Qué tiempos aquellos

Publicado por
Luis-Salvador López Herrero | Médico y psicoanalista
León

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Me acaba de despertar de mi sueño una serie de voces que escupía el televisor mientras mis dedos acariciaban, con delicadeza, la Antología del humor negro de Breton y La conquista del pan, del príncipe Kropoptkin. Desde hace días multitud de jóvenes asedian las calles de Barcelona, presos del furor de una oleada ‘religiosa’ nacionalista que ha sustituido a las ideologías de antaño, sin ningún tipo de temor o consideración hacia el marco policial, que se muestra impotente en su acción de contención más que de represión. Por primera vez en muchos años, la calle vuelve a ser de la juventud. Barricadas, estrategias de lucha, proyectiles de diversos tipos contra las fuerzas del orden público, saqueos, consignas y vítores diferentes, hacen ver que el miedo se encuentra esta vez invertido en el agente, en el controvertido opresor de antaño. Lo nunca visto: el sujeto agente, temeroso y debilitado, es asediado ahora por su supuesta víctima. Nada que ver con lo acaecido en Chile o Irak recientemente, en donde los muertos, en escena, vuelven a ser los testigos mudos de la historia. Un aspecto a tener en cuenta en el momento actual, en nuestra cuestionada democracia.  

La situación viene de largo y lo extraño es que no hubiera sucedido mucho antes. Pero ya se sabe que los acontecimientos se precipitan al ritmo del azar más que de la necesidad, aunque una vez puestos en marcha nuestro pensamiento intente encontrar cierta lógica en su ritmo. Por ejemplo, el clima de crispación y de confrontación del nacionalismo catalán con el Estado español, es largo y extenso desde hace décadas, tanto como el adoctrinamiento de la juventud en la senda de una ruptura con todo aquello que huela a símbolo nacional. Además, si la historia de una comunidad es explicada, definida y matizada con una lengua diferente a la que aglutina al resto del Estado, entonces el empuje y la aspiración de los anhelos y deseos promovidos por la nueva identidad, serán también distintos. Llegado a este punto sólo cabe esperar la separación con todo aquello que se percibe como diferente, lo español, así como la segregación de todo aquel que sea identificado bajo esta insignia. Como dice un amigo mío: «España va mal», y ya sabemos que cuando esto sucede, crecen los enanos por todas partes. Lo cual nos permite vaticinar sin mucho riego a equivocarnos, que no tardando, si no se consigue dialectizar este fuego infernal, y no es nada sencillo por la fuerza que han adquirido los hechos y las demandas cada vez más exigentes, otros focos comenzarán arder en diferentes espacios comunitarios, puesto que el clima de frustración y desesperanza juvenil es demasiado alto.  

No olvidemos que suelen ser los jóvenes los impulsores de la algarabía violenta en todas partes, aunque no sean ellos los verdaderos promotores del acontecimiento. Como ya conocemos estos suelen estar más bien a resguardo, esperando sucesos favorables que faciliten su entrada a cadencia de gloria. De ahí que es posible que los mismos cachorros abertzales estén mirando la situación catalana con lupa y miel en la boca, esperando también su oportunidad. Bastaría así, como pueden entender, un simple chispazo para que las calles del País Vasco se volvieran a encender. Sí, ya sé que en este momento la derecha nacionalista vasca mantiene el control de la situación con todo ese juego maquiavélico al que nos tiene tan acostumbrados... Pero, ¿hasta cuándo? Me temo que la antorcha incendiaria se puede estar preparando, porque determinadas apariciones entre bastidores van en esa dirección.  

De todo ello se puede deducir que hemos de aprender a vivir con el desorden de nuestra época, porque éste se ha instalado en nuestra conciencia para no desaparecer. El desorden es el nombre de una era que espera un nuevo amo. ¿Cuál? Es la incógnita que nos tiene preparado el porvenir para ser escrita. Sin embargo, es necesario ahora despertar del sueño del antiguo orden, entre otras cosas, porque éste, en rigor, nunca existió. Jamás un tiempo pasado estuvo lo suficientemente ordenado, ni mucho menos fue necesariamente mejor para todos. Es una pura ilusión, un espejismo además, pensar que los asuntos actuales se pueden resolver con los instrumentos y las ideas de otras épocas. Todo ha cambiado definitivamente y cada uno debe elaborar su duelo. Porque el presente no se parece nada al pasado, como tampoco lo actual tendrá que ver con el futuro. De ahí una reflexión absolutamente precisa: la única existencia que se debe vivir es la vigente, la de este mismo segundo, porque una vez que lo pensamos ya ha sucedido. Y ésta es también la única que merece vivirse en realidad, puesto que se adecua a nuestra efímera posibilidad del instante. Si esto es así, y el presente y el desorden invaden nuestra conciencia al hilo de jóvenes que repiten actos y slogans de antaño, en aras de la libertad de expresión o el derecho a decidir, entonces manejemos la situación como hacemos los psicoanalistas en relación con el síntoma de nuestros pacientes. Un síntoma no se erradica, sino que se sustituye a través del diálogo por otra cosa menos dañina, más placentera. Porque la búsqueda a ultranza del imperativo del orden no traerá más que dolor y muerte, del mismo modo que el silencio político acrecentará el dominio de la pulsión thanática. De ahí la necesidad de buscar cauces frescos de aproximación, que introduzcan la llegada de un palabra nueva capaz de revertir la situación de crispación y de violencia. Son momentos en los que se precisa de una política de altura de miras, manejo sereno y maniobras sensatas de aproximación, evitando la confrontación directa. Y sobre todo, librarse de la presencia de muertos, que sólo traerían revanchas incendiarias.  

Sí, pienso que necesitamos políticos cautelosos y suficientemente advertidos del desorden de época en el que vivimos, capaces de manejar la situación con hondura de pensamiento y tacto sutil, porque las condiciones históricas lo requieren. Nada está perdido, todo está aún en el aire, pendiente de nuestras determinaciones, acertadas o no. Ahora bien, de las decisiones y actos políticos más convenientes, dependerá que el desorden se acreciente, o que se reconduzca hacia un marco y un horizonte, en el que la palabra y el pacto vuelvan a establecerse por encima de las diferencias existentes.  

Luego «el manejo del desorden», es la frase con la que indago la posibilidad de un acto que sirva para pacificar, en cierto modo, esta coyuntura compleja, alejándome de cualquier otro imperativo nostálgico acerca del orden. ¿Estarán nuestros políticos a la altura de esta nueva oportunidad histórica?

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