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Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán | De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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Cierto es que al Diccionario Jurídico define a la urna como el lugar en que se deposita el voto. De tal suerte que desde un espacio físico se convierte en poder. Un poder que a su vez es la consecuencia del trinomio persona-voto-urna. Es lo que conocemos con el nombre de democracia; esto es el poder del demos, o el pueblo que introduce su opinión en una urna que es el crisol de la democracia. Si a ella le ponemos apellidos estamos adulterando el sencillo nombramiento de cada elemento que la compone.  

Derivado de la urna aparece el poder (kratos) por medio de los partidos políticos, tal como se plasma en la Constitución española: expresan la voluntad popular; de esta manera lo que se introduce en la urna, sale vestido de partido político. Y esa voluntad debe de estar signada por la expresión limpia —como limpio es el voto— y adornada de los más ejemplares virtudes de la conciencia. Porque el partido político es una expresión popular y el pueblo es —debe ser— un conjunto de virtudes de los ciudadanos que se engrandece cuando se hace poder político. Debiendo de huir de la crítica de Unamuno cuando decía: «la pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional» ( Ensayos , 134).  

Para evitar esa nimiedad de la política y engrandecerla, es necesario que el voto sumergido en la urna se anude y se ensamble en su interior con la belleza de la mano que lo introduce. La papeleta pacífica e ilusionante no puede salir del recipiente hacia la política con una impronta irascible y amenazante. El votante es un ciudadano pacífico, disciplinado, moderado, que guarda cola ante la urna. Que está esperanzado con el voto. Y no puede encontrarse días después con improperios, tanto de su admirado político, como del adversario en la ideología. Lo que hizo una bondadosa y delicada mano se ven humilladas con afrentas y ultrajes de los adversarios. A sus propuestas se las denomina «puta basura» y a sus líderes «ególatras patológicos»; amén de otros ultrajes que manchan la virginidad del voto.  

Porque el partido político debe de respetar tanto a sus ideales como a las propuestas de lo ajeno. Esa es la verdadera virtud de las decisiones que salen de las urnas. Es, en definitiva, tener siempre presente la razón. Porque si por encima de la democracia no hay ninguna decisión que la elimine, esta debe de seguir siempre a la razón.  

De las urnas no sale otra decisión que el raciocinio. Pues ya nos dice el diccionario que la racionabilidad es «la facultad intelectiva que juzga de las cosas con razón, discernimiento lo bueno de lo malo y lo verdadero de lo falso». Y si bien es cierto que se trata de conceptos que, en el campo jurídico, pueden parecer indeterminables, no lo es menos que la ideología debe de coordinarse con el bien común razonable.  

Por eso, los partidos políticos que tienen que administrar el mandato que se extrae de las urnas, deben de tener presente que la razón se basa siempre en algo tan tangible —y tan expresado de la Ley Suprema— como loa valores superiores. Valores que están por encima de toda ideología política. Mejor dicho, que sin ellos no hay ideología que sustente ninguna otra ley.  

Cuando los partidos políticos hablan de progresismo, como una ideología moderna y, al parecer, novedosa, no pueden invocar tal ideología sino está basada en la razón de la urna, es decir si no se apoya en la racionalidad de las decisiones del voto. El progresismo, en abstracto no es nada si comienza de cero. Ha de vincularse en la razón anterior, es decir en el nacimiento de la democracia. Y, en España, es patente que comenzó con la Transición. Una forma de progreso al que se unieron todas las ideologías políticas que nacieron de las urnas de 1978.  

De esta forma el progresismo actual, o se apoya en nuestra tradición democrática o parte de cero —o peor, con ideas del siglo XIX— y ya se sabe, que no interesa adherirse a misiones que no se vislumbra cuál es la meta. En la transición muchos renunciaron a todo y unos pocos consiguieron mucho; en ambos casos la unión fructificó en una racionabilidad constitucional, es decir, el nacimiento y promoción de los valores superiores. Un poder importante que ha sido fruto de la urna en consulta por referéndum colectivo.  

Como se ha dicho (Oscar Alzaga), los valores superiores no solo lo son «del» ordenamiento jurídico sino también superiores «a» dicho ordenamiento. Por eso, lo que sale de la urna no es un mandato unívoco sino que se ha de adaptar a los valores superiores que están ínsitos en la Constitución: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. Estos son los caminos por los que ha de transitar el mandato de las urnas de forma que —como dice el jurista estadounidense Dworkin ( La democracia posible, 168)— «las decisiones de una mayoría son democráticas si se cumplen ciertas otras condiciones…»; y, en nuestro caso, los valores citados. En definitiva estará legitimado el poder de las urnas si basa su acción en una racionabilidad superior, y en caso contrario estaríamos ante lo que nos cantaba el poeta cubado Ignacio María de Acosta: «La torpe envidia, la calumnia odiosa/abaten su poder y bastardía…». O de aquella crítica galdosiana ( La familia de León Roch 769) de que si no se cumple lo mejor para la nación, «malos son los elegidos, pero creo que son más malos los electores».