TRIBUNA | Oráculo de Delfos
Es la noche después de unas elecciones inciertas que huelen a desavenencia quemada. Me encuentro despierto en Atenas, cuna de la democracia, y la zozobra de la historia y la cultura del mundo griego no me permiten conciliar el sueño, porque el colapso de Grecia podría ser el de España. Así que estoy despierto, quizá demasiado insomne, porque la luz de la acrópolis ateniense que me ilumina, tantas veces destruida por gente bárbara, ciega en este momento mi esperanza de calma.
Durante una semana he recorrido con anhelo los meandros de un país que tuvo un sueño: despertar a la verdad y a la concordia entre todos. Y resulta que ahora estoy aquí, en vela, en ese mismo lugar, y sin poder rememorar el auténtico sueño ateniense. ¿Sería la victoria a ultranza, sin medida, lo que alumbraría su declive tantas veces llorado en nuestra historia reciente?
Son demasiadas las emociones, ideas y pensamientos fulgurantes que han atravesado mi conciencia mientras observaba con detenimiento sus ruinas, que el ansiado encuentro con el dormir no me puede acompañar en esta noche de espera. ¿Serán las ninfas, que han contemplado mi ensimismado encuentro con su pasado heroico, las que insisten ahora en mantenerme en este trance, para saborear aún más su ancestral legado tanto como la necesitada respuesta?
Miro alrededor de la opaca habitación del hotel, y en un instante de resplandor nocturno, una pregunta irrumpe en mi conciencia: ¿Quién podrá gobernar en nuestro país de discordia? ¿Se romperá el maleficio de nuestra comunidad tendente a la repetición de un desencuentro perpetuo?
Por eso, en esta noche de celeridad psíquica, labrada en la civilización de las ilusiones y falsas promesas, se impone recordar, porque en la memoria palpita el trazo de un deseo insatisfecho, cuando no imposible, que nos incita a fantasear.
Sí, lo reconozco, me preocupa el destino, el mío y el de ustedes, mientras las ruinas de esta ciudad gloriosa, que fundó un modo inédito de convivencia, empañan mi memoria. Sófocles, Sócrates, Alcibíades, Platón y tantos otros personajes que me han acompañado durante mi peregrinaje por el ágora y sus recónditos oscuros, me anuncian ante unos ojos que insisten en estar desvelados, que la democracia es frágil, que conviene no claudicar ni dejarse llevar por las promesas fáciles, que la vida es compleja y requiere perseverancia, cautela y oportunidad. Lo cual implica, como comprenderán, saber esperar y no dejarse llevar por ese exceso tan temido en el mundo griego.
Y ahora les contaré un acontecimiento que explica en cierto modo mi situación noctámbula. Durante mi estancia en el país de los grandes mitos y de los sueños acerca de una verdad que no puede ser manifestada con palabras, porque no hay palabra capaz de hacer despertar la experiencia de satisfacción más ansiada, el recorrido me llevó al santuario de Delfos, cuna de promesas acerca del conocimiento de nuestro destino. Quedé admirado contemplando sus ruinas en silencio, queriendo percibir el contacto con un mundo lejano que sólo con nuestra imaginación es posible alcanzar, a pesar de la barbarie turística de flashes, selfies y ruido despiadado, que día tras día asola este espacio, antaño sagrado. Y sin embargo, le pregunté con sigilo, dejándome llevar por el misterio del lugar: ¿Qué destino me espera? ¿Cuál será el porvenir que acoja a mi familia? También, ¿podrá encontrar mi país, sumido en el bloqueo de sus historias inconclusas, una salida a sus viejos vicios de enfrentamiento?
Les aseguro que si preguntamos en silencio y con la suficiente credibilidad, la mente retumba al hilo de nuestras preguntas hasta alcanzar una respuesta que nos obliga imperiosamente a meditar. Y el oráculo, esta vez sin pitonisas, sacerdotes, ni siquiera templo capaz de albergar a los viejos dioses, respondió con presteza a mis cuestiones, mientras chinos y americanos incordiaban con sus hazañas fotográficas mi atenta escucha.
Sí, el embrujo del espacio facilitó la contestación mientras un paseo lento se deleitaba con la presencia de todas esas almas sedientas de paz, calma o liberación del dolor y el sufrimiento, que transitaron por este lugar con la suficiente esperanza. Así, a la pregunta acerca de mi destino, la contestación fue: «Estás en el camino». A la de mi mujer: «Ella sabrá». Y a la de mis hijos: «Ellos deciden».
El asunto parecía estar claro, tan transparente como el silencio actual de los dioses, en un mundo de promesas y esperanzas mecanizadas a través de algoritmos en internet. Pero lo más enigmático aconteció a la hora de responder acerca del porvenir de España. En este sentido, la sentencia no pudo ser más opaca: «ER». Sólo dos letras. Una simple vocal y otra consonante. Al instante las palabras de Max Estrella, en Luces de bohemia , vinieron con audacia a mi memoria, como queriendo alumbrar el porvenir a superar: «En España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero… Ricos y pobres, la barbarie ibérica es unánime… España es una deformación grotesca de la civilización europea». Y culmina, de un modo pulsional: «¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?».
Aunque las palabras de nuestro poeta están aún demasiado arraigadas en la triste memoria, conviene sin embargo saber que la letra «E» remitía, en realidad, a la noción de «está en vuestras manos», siendo el signo «R», la verdadera brújula de orientación a seguir, al anunciarnos: «Reconciliaros de una vez por todas con España y su historia, tanto con sus promesas y glorias como con sus fracasos».
Como pueden comprobar el verdadero meollo del oráculo no está en lo que éste dice de modo enigmático, sino más bien en nuestra interpretación. Y así, de esta reconciliación generalizada, de todos, podría surgir un prometedor destino, que tal vez no sea el heroico como fantaseado pasado, pero tampoco el desencanto y la desesperanza, que tanto han cantado nuestros hombres de pluma a lo largo del siglo XX. Demos pues una oportunidad al mañana porque la historia no se repite, se construye con los eslabones y trazos de nuestros antepasados.