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TRIBUNA | Sonora soledad

Imagino al futuro conde de Lemos recorriendo estos campos de su señorío silenciosos tras la recolección y la vendimia. De pronto se topó con la soledad sonora allí donde el río escondido traza una suave curva

Publicado por
Manuel Garrido | Escritor
León

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Cuando Zenobia Camprubí publicó su traducción de Tagore, Ortega la saludó con tres artículos en forma epistolar elogiando unas versiones en las que algo sin duda tuvo que ver también la mano «májica» de su marido Juan Ramón. La primera terminaba con esta sorprendente declaración: «Todo gran poeta nos plagia, señora». Así, con este desplante en la cara del toro retórico, remataba la faena: lo que el poeta nombra ya lo habíamos nosotros sentido o presentido.  

Nada mejor para comprobarlo que un paseo por el campo una mañana de otoño. El camino discurre por la ribera del Cabrera en su curso alto, allí donde el valle, dejando atrás a Encinedo, se sacude el aprieto de las laderas y ensancha un poco para dejar espacio a breves praderas o tierras de labor a ambas márgenes del río. En el silencio de la mañana llega de pronto a nuestro oído el rumor del río que pasaba y de esa conjunción prodigiosa surge la soledad, aquella precisamente que en un verso célebre Juan de la Cruz llamó sonora. En el camino se citan los elementos visuales, como el vario color sobrepuesto en el aire en calma y dotado de suave luz: ocre, amarillo, verde; las breves sombras que en los pliegues matizan en oscuro el verde; y los auditivos: el murmullo del agua, el relincho del pito cano, alguna esquila perdida en el aire. Tenemos pues la pintura y la música, convocando a la poesía: «y pensar que después que yo me muera/ aún surgirán mañanas luminosas»… Así comienza un poema de Foxá, «Melancolía de desaparecer», que surgió de alguna soledad suya sonora. Tenía razón el filósofo: siempre hay algún grande que nos plagia.  

Recuerdo, pues, el verso de S. Juan al oír el rumor del río en la mañana otoñal. Ese río, ya lo he dicho, es el Cabrera, cuando pasa por tierras de Quintanilla, capital que fue de la gobernación dependiente del marquesado de Villafranca, anterior Señorío de Cabrera y Ribera. Yo imagino a su titular el joven D. Pedro Álvarez Osorio un día de principios del otoño, comienzo de la temporada de caza, muchos años atrás. Imagino al futuro conde de Lemos recorriendo estos campos de su señorío silenciosos tras la recolección y la vendimia. De pronto se topó con la soledad sonora allí donde el río escondido traza una suave curva dibujada en amarillo por las hojas en punta de los chopos enhiestos y el agua suena. Y así es como el caminante de esta mañana y el de hace más de 500 años fuimos estric tos contemporáneos por arte de esa dichosa melancolía, sea por desaparecer o recordar.  

D. Pedro había terminado sus estudios en Salamanca, donde fue voluntad de su padre que siguiera a sus dos hermanos mayores, destinados a la Iglesia. Ellos alcanzaron el episcopado, mientras que él debería buscarse la vida para conservar su patrimonio y tal vez aumentarlo con un matrimonio ventajoso. Atravesaba bosquecillos de encinas junto a pequeñas viñas recién vendimiadas y allá abajo veía las hileras de chopos que atrapaban, tal como el gran Gamoneda nos plagió, «con sus ramas más altas oro vivo». Y siempre al fondo el rumor del río intermitente. La melancolía del otoño con la suave luz envolviendo el esplendor de unos colores en su gloria agonizante le disparó la nostalgia de Salamanca, y evocó el tiempo aún reciente, pero ya tan lejos, en que descubrió la poesía de la mano de ciertos poetas venidos de Provenza que le habían inoculado el dulce veneno. Andaba entonces fascinado por la figura de cierta joven desdeñosa y altiva, y así cantó por ver si la vencía: «Vos sois la nunca vencida,/ yo soy quien de vos me venzo,/ vos sois un triste comienzo,/ que dará fin a mi vida».  

Mi camino otoñal bordeó un par de cementerios y andando vi otros a lo lejos, como el de Trabazos en el límite de los huertos con el bosquecillo de robles y encinas, donde quienes ahora duermen trabajaron en procura del diario sustento de sus vidas. Y emociona comprobar esa contigüidad de vida y muerte sin fisura, pero además en la visión se cuela una punzada de melancolía ante el silencio sonoro o callada elocuencia de esos recintos que nos hablan del viaje, del retorno al atardecer, del camino de la vida siempre tan corto y a veces tan extraño, tan sorprendente. En el cementerio de Trabazos yace un hombre que murió en Oregón. Había emigrado a principio de los años 70 para trabajar de pastor en las inmensas praderas y allí murió. Su cadáver fue repatriado. Fue el suyo un viaje en verdad muy largo y extraño. Seguramente sin embargo nunca salió de Trabazos y para él fue como volver de las mínimas praderas del pueblo al atardecer.  

Por el camino crucé también junto a alguna viña dispersa y con los signos del abandono que ya se llevó por delante a todas las que florecieron desde tiempos remotos en la lade ra soleada sobre la delgada capa de tierra en la que a trechos aflora la roca de pizarra. A base de duro trabajo las uvas cosechadas daban un vino de cuerpo tan escaso, es cierto, como la propia tierra en la que milagrosamente crecían, vino clarete y ácido, suficiente sin embargo para alegrar fugazmente los días y combatir la melancolía de la soledad sonora, del silencio elocuente. Fue seguramente algún D. Pedro local, enamorado y juguetón quien escribió esta copla un día otoñal de fin de vendimia: «De 15 para 20 años/ cásate, niña,/ no quedes para el rebusco/ de la vendimia».