TRIBUNA | En deudas con Magín, minero y sacristán
Magín, a los noventa y un años de vida, se ha despedido del pueblo. Él fue por muchos años, desde los catorce que entró en la mina, hasta los sesenta y pico que se jubiló, un minero: un guaje, un picador, un vagonero, como miles de hombres de los valles de Fabero. Hombres que en invierno se levantaban y regresaban a la casa con estrellas. Hombres que sudorosos en verano, salían de la mina para llegar a la casa asoleados, merendar y tomar la pareja con el carro, el arado o la guadaña para segar, atender viñas y huertos, tierras y prados. Magín fue esposo y padre de familia, a la que dedicó toda su vida y sus desvelos.
Pero Magín fue mucho más. Magín, entre sus títulos campesinos y mineros, guardó siempre con honor el de haber sido sacristán de la iglesia de Berlanga. En nuestros ambientes bercianos, sobre todo mineros, quién sabe por qué, pero alguna razón habrá, no fue precisamente ningún título de honor mantener cualquier tipo de cercanía o relación con la iglesia.
El anticlericalismo ha sido terrero abonado en varias partes del mundo católico, y lo han sufrido por igual seglares y clérigos, buenos y malos, justos y pecadores. De esta especie de peste sagrada, ni Roma se libró.
A pesar de saber, y a veces sufrir todo esto, Magín, a mucha honra, fue sacristán, pero no un sacristán cualquiera. Magín fue todo un diácono, un verdadero servidor de la iglesia y de todos los sacerdotes que, en la locura acelerada de los últimos cambios diocesanos, llegaron a Berlanga. La iglesia de Berlanga y la casa de Magín siempre estaban abiertas de par en par para el cura que llegaba. Con una sonrisa abierta y bonachona, Magín, por diez años seguidos, me esperó y me recibió, durante el último tercio del siglo pasado, en bodas y entierros, domingos y días santos, con las puertas de la iglesia y de su casa siempre abiertas.
Cada festivo, a la una, cuando llegaba a Berlanga, tras decir antes las misas de Tombrio de Arriba y Tombrio de Abajo, allí estaba él, con todo listo para la celebración: «Del toque de campanas, solo falta la tercera», me decía satisfecho. La calefacción estaba encendida en invierno, porque en la iglesia había más frío y humedad que en la propia calle; abiertas estaban puertas y ventanas en verano, porque aquello era un horno. En orden tenía toda una serie de calderos que diseminados por la iglesia recogían, los días de lluvia, la bendición del cielo. Era una iglesia nueva, pero aviejada por el error de construir algo digno de Brasilia en los extremosos climas bercianos.
Él tomaba notas previas para los bautizos, bodas y entierros; él sabía el color de la ropa que yo debía vestir; las lecturas que se debían leer y quién iba a hacerlas, las canciones que el pequeño coro iba a cantar y, hasta, brevemente, me informaba si había enfermos en el pueblo o alguien necesitaba una ayuda especial.
Acabada la ceremonia, Magín esperaba al cura para invitarlo a comer a su casa. Allí me sentía tan a gusto como en la mía. Magín disfrutaba con la compañía y era generoso y de comunicación amena. Entusiasmado, lo mismo nos hablaba de los duros años de la mina, como de la dicha de su jubilación, o de los descubrimientos hechos con su dichoso péndulo en busca de secretos bien guardados. Yo siempre lo escuchaba con respeto y deferencia. Con todo lo dicho, no quiero que nadie de los otros pueblos que atendí, además de los tres mencionados, más San Miguel y Langre, se sientan ofendidos, porque el trato cariñoso que en todos ellos recibí siempre fue digno de aplauso y agradecimiento.
Pero mi deuda con Magín, no podré cumplirla. Al final de cada entierro, Magín, emocionado, siempre me decía, Eugenio, cuando me muera, quiero una misa cantada en gregoriano y con muchos curas concelebrando. Ha muerto Magín, y por él he llorado, y lo siento, amigo, porque no podré en una tarde fría de diciembre —justo en el aniversario del de mi madre—, presidir tu entierro, y hasta es posible que solo Jesús te acompañe. A miles de kilómetros, emocionalmente, me sentí a tu lado y tomé tu mano y te di mil gracias, porque tú, al igual que miles de anónimos sacristanes y sacristanas, por siglos, habéis hecho posible que la vida del cura de pueblo fuera un poco menos solitaria, y más agradable y llevadera.
Magín, amigo, mi malogrado diácono, espero que en el cielo de los mineros —a ti, que sufriste persecución por la justicia durante las memorables huelgas mineras—, tengas el puesto que una iglesia católica timorata, egoísta y anclada en el pasado, no quiso otorgarte en la iglesia de Berlanga.
Ojalá que Roma no se olvide que sigue en deuda con tantos servidores anónimos, generosos y leales —maestros, campesinos, mineros, amén de un largo etcétera—, a los que pudo haber ordenado de diáconos y que, por cobardía y recelo, que otros llaman desconfianza, ha ido dejando en el tintero.