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Publicado por
MIGUEL A. VARELA
León

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EL AÑO 1966 es el primero del que tengo conciencia y está relacionado con un aula fría y luminosa, un maestro pequeño y apagado y una ciudad con muchos caminos secretos de tierra y musgo. En el extremo superior izquierdo de la pizarra don Luis había dibujado un calendario con tizas de colores en el que cada día cambiaba el número y cada treinta el mes. Pero aquel 1966 no variaba y la imaginación infantil decidió que los años se contaban en una sucesión emparejada de aquellos dos dígitos finales. A 1966 le debía suceder entonces 1977, lo que no hubiera sido un mal negocio: nos hubiéramos ahorrado diez años de tristeza franquista. El caso es que aquel año, en los ventisqueros de Corullón, un puñado de paisanos decidieron echar unos versos que prendieron en los valles del oeste y acabaron creciendo al pie de la Colegiata de Villafranca, que es casi catedral y eso impone mucho. Y, por uno de esos milagros inexplicables que a veces suceden de este lado del Manzanal, aquel encuentro se ha venido repitiendo con una perfecta inestabilidad hasta ahora mismo, bandeando entre la modernidad cosmopolita y la ranciedad episcopal; entre la magia sublime de un instante inspirado y la pequeña miseria de lo cotidiano. En esa esquizofrenia entre la excelencia y la solemnidad está la clave de la Fiesta de la Poesía de Villafranca, que es uno de los capitales potencialmente más importantes de los que dispone la ciudad del Burbia, a la que vuelve el gitano Melquiades periódicamente para comerciar con objetos imposibles. Y aunque hoy el día viene cargado de fútbol y de política, en la Alameda comulgarán un puñado de iniciados un poema que empezó hace cuarenta años, en 1966.