TRIBUNA | Montesquieu, Van Gennep y los oscuros pasillos
«Gracias, Zeus, por hacerme humano y no animal, libre y no esclavo; varón y no mujer; griego y no bárbaro». Incluso en una teosofía en la que el Señor del Olimpo no es una divinidad creadora, nuestros antecesores, los griegos, levantaban muros alrededor de cada grupo humano, mostrando su gratitud a Zeus por haber hecho posible la diferencia; gracias por hacernos distintos, por habernos dado a cada uno un status diferenciado.
Participo totalmente del pensamiento de Arnold Van Gennep, el célebre autor de Ritos de paso , quien ha enseñado a generaciones de antropólogos y juristas el significado de un rito como una forma convencional asociada al tránsito de una habitación a otra u otras. Van Gennep consideraba a los ritos como la conjura de un peligro: el peligro que se cierne sobre el sujeto que pasa de la nada —ex nihilo— a un estado, o que pasa de un estado a otro. Víctimas de esa incertidumbre somos todos, y lo es, de un modo permanente, la entera colectividad —el grupo social extenso— que se encuentra indefenso ante la imposibilidad de reconocer en qué estado o categoría puede considerar al individuo en tránsito. Esos «estados» a los que se refiere son asimilables, en términos de antropología jurídica, a un «status» jurídico. A un estado civil, a una graduación militar, a una profesión cuyo ejercicio está subordinado a la obligada colegiación; al sacramento necesario para ser reconocido como católico, como judío circunciso, como musulmán, como mormón, como masón, o a un cargo político en el escenario de las altas magistraturas del poder de la nación.
Van Gennep vio la sociedad como una «casa» con «habitaciones» unidas a través de peligrosos pasillos o corredores, en los que podía perderse el sujeto en tránsito de una habitación a otra. La persona que se dirige de una habitación a otra a través de un pasillo supone un peligro para sí mismo y para la sociedad. ¿Por qué? Pues porque la transición no es un estado ni es otro, es, sencillamente, un viaje por lo indefinible.
Esa mujer no puede guerrear, cazar ni participar en sacrificios a los dioses con derramamiento de sangre. No puede tocar la sangre, precisamente porque es una mujer. No tiene derecho a hacer lo que sólo los hombres después del ritual adecuado, pueden hacer. Es, pues, una amenaza y una amazona. Una proscrita.
Ese hombre y esa mujer son esclavos, porque los compré en el mercado de Babilonia y no han sido manumitidos. Llevan el estigma, o la pulsera o la señal grabada con fuego en su piel, del nombre de mi gens, mi clan o mi familia
A toda la sociedad le interesa que nadie pueda hacer un dominio propio de esos peligrosos corredores de comunicación entre habitaciones, que son tierra de nadie y donde cualquiera puede reclamar un estado u otro, indiferenciadamente, y burlarse del orden jurídico, asumiendo unos derechos o privilegios propios de un «status» o de otro, según su conveniencia, y los deberes de ninguno.
Cuando, en el siglo XI se plantea, en el norte de Francia, la necesidad de mantener el celibato de los ministros de Dios, se alzan algunas voces —pocas, porque son las de quienes finalmente fueron vencidos— que piden un trato igual para laicos y canónigos; y la justificación de esta exigencia es la de que «la barrera entre el bien y el mal permanezca tendida para todo el mundo entre el matrimonio y la fornicación.» Los casados deben estar en la habitación de los casados. Si se pierden en un oscuro pasillo entre dos habitaciones, un varón se encontrará con una mujer en ese pasillo y no sabrá si puede poseerla sin pedir permiso a nadie, ni a ella, siquiera; o comprarla… o si debe seducirla, o si debe cortejarla largamente y pedir permiso a sus padres para convertirse en su dominus
«Señorita, ¿Preguntar es ofender?»
«No, por Dios, caballero. Pregunte usted, pregunte….»
«¿Es usted puta?»
Los solteros, con los solteros. Para eso está el rito del matrimonio. Para poder pasar de una habitación a otra. Los casados con los casados, Digámoslo frívolamente: éstos no están en el «mercado».
Es una lástima que Arnold Van Gennep y el Varón de Montesquieu viviesen y escribiesen en siglos distintos. Porque lo mismo que el primero escribió y enseñó en relación con el status jurídico de las personas, cada categoría de ser humano en una habitación distinta, podría aplicarse a la circulación de sujetos entre distintos poderes del Estado. Según expuso Montesquieu en el Libro XI de su De l’sprit des loix, el propósito de la división de poderes es evitar que una sola persona o un grupo restringido de personas se concentre excesivamente en sus manos todos los poderes del estado: «para que uno no pueda abusar del poder, es necesario que, mediante la disposición de las cosas, el poder detenga el poder».
Y, más adelante, en el mismo libro: «De nuevo, no hay libertad, si la potestad de juzgar no está separada de la potestad legislativa y de la ejecutiva. Si estuviese unida a la potestad legislativa, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario; debido a que el juez sería el legislador. Si se uniera a la potestad ejecutiva, el juez podría tener la fuerza de un opresor».
No tenemos ningún rito diferenciado para el caso de que un Juez pase a formar parte del Gobierno (ejecutivo) o del gobierno a la judicatura (poder judicial), desde la cual tendría que resistir la tentación de aplicar la ley según un programa ideológico del partido político al que ha servido. Como le decimos a nuestros alumnos en la Universidad de León, servir a una ideología es renunciar a una parte del cerebro. Las decisiones se toman con todas las neuronas, no con un puñado de principios.
En los últimos meses, han sido muchos los pasillos oscuros que se han inundado de fantasmas dispuestos a no adentrarse en ninguna de las habitaciones abiertas. El legislativo norteamericano ha abierto un empeachment contra el jefe del ejecutivo, el presidente Trump. Un proceso tan sombríamente previsible como el próximo eclipse de sol.
La "independencia de los jueces" se encomienda a una persona elegida por el ejecutivo, una figura monstruosa que nace y muere con cada nuevo Gobierno
En el Reino Unido, el Tribunal Supremo ha tenido que acudir al rescate del Parlamento, ilícitamente suspendido por la cabeza del Ejecutivo, el Gobierno de su silente Majestad. La decisión judicial del primer ministro británico de suspender la actuación de la Cámara legislativa fue reputada «ilegal, nula y sin efecto» por el órgano supremo del poder judicial, cuyos magistrados decidieron por rara unanimidad.
Duro golpe para Johnson, humillado y entorpecido en el camino que se ha trabado hacia el brexit .
En la siempre gigantesca república rusa, Vladimir Putin ha demostrado ser un experto conocedor de los pasillos oscuros, resquicios dejados en la Constitución de su país, de 1993.
En nuestro país, el espectáculo lamentable de una Cataluña dividida social y moralmente se ha visto empobrecido con alguna tentación totalitaria por parte del grupo secesionista. La ley del Parlament de Cataluña 20/2012 de 8 de septiembre, de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la república, renunciaba tácitamente a garantizar la inamovilidad de los jueces con menos de tres años de ejercicio de a judicatura (art. 68) y colocaba el gobierno del poder judicial bajo la voluntad de un colegio compuesto por un número igual de jueces, designados por el Parlament, y de miembros del poder ejecutivo.
El último capítulo de sombras oscuras, en nuestro país, ha sido el nombramiento, para ejercer como Fiscal General del Estado, de una ministra del Ejecutivo. Una persona que tiene hábitos de obediencia y pautas de conducta ajustadas a un programa de partido, a una ideología, a una posición institucionalmente volcada sobre la injerencia en los asuntos de gobierno de los jueces. No sabemos cómo, con tal bagaje, va a cumplir con el altísimo y gravísimo cometido que le encomienda el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, de 1981, de «velar por la independencia de los Tribunales»
Es comprensible que la Constitución no haya despejado todos los caminos obscuros. Seguimos teniendo un rey inviolable, con un orden sucesorio patriarcal.
La última reforma del Estatuto Orgánico de 1981 no ha despejado las nubes que se cernían sobre la independencia del Ministerio Fiscal y del Fiscal General del Estado, cuyo mandato no se extiende más allá del del Gobierno que le ha nombrado. La «independencia de los jueces» se encomienda a una persona elegida por el ejecutivo, una figura monstruosa que nace y muere con cada nuevo gobierno.
Confiemos en que, mientras pronuncia la fórmula de juramento a la Constitución la nueva Fiscal General del Estado no haya estado pensando en la lista inacabable de lealtades y agradecimientos. Esperemos que no se pierda en los oscuros pasillos de Van Gennep.