Tribuna | ¿Y ahora qué?
Otra vez hablando de lo mismo. El tema, si no fuera tan trágico, sería tedioso. Pero es terrible y nadie hace nada, por lo que no queda más remedio que seguir gritando en el desierto, pues sé que allá irán mis palabras porque, como decía Einstein: «La mujer está donde le corresponde. Millones de años de evolución no se han equivocado, pues la naturaleza tiene la capacidad de corregir sus propios defectos». Si la naturaleza no lo ha hecho, ¿qué esperanza nos queda entonces? Continuar protestando hasta que la «naturaleza» tome conciencia de sus propios errores.
Sucedió en el centro de Málaga, pero puede ocurrir en cualquier parte. Al parecer, un crío de dieciocho años, creyéndose un macho alfa, decidió amargar la vida a una joven de su misma edad, con la que mantuvo una relación, que ella cortó al darse cuenta de los «aires» del tipejo y la brecha en una ceja de un puñetazo, lo cual decidió no airear ni denunciar por miedo. Y ¿por qué la muchacha tenía miedo? Se supone que no debería, ya que para eso está la justicia y las fuerzas del orden, para frenar a los indeseables y facilitar la convivencia. No lo denunció porque sabía que no iban a ayudarla y si él incrementaba su enfado podría hacerle mucho más daño.
Las normas que deberían facilitar la convivencia, cada vez son más laxas y los delincuentes saben que pueden saltárselas sin que pase nada
Pero tampoco eso sirvió. Muy al contrario, es de suponer que, si acaso tenía alguna duda, se creció, creyéndose con derecho a imponer sus deseos. Y comenzó a seguirla un día, encapuchado, como había visto tantas veces a los «malotes» en películas americanas y en algunas copias españolas. Con los ojos casi cubiertos y el ceño fruncido, imponiendo su poderío a las gentes con las que se cruzaba, a los muros de las casas y a las baldosas del suelo, se fue acercando a la chica, con el fin de confiscar su móvil y estudiarlo en profundidad, por si se le había ocurrido contactar con otra pareja. Ella, lógicamente, se negó y él, decidido, la empujó, rompiéndole el jersey, y hasta consiguió asustarla tanto que dejó de callar por no ofender y comenzó a pedir auxilio.
Y tuvo suerte. Un empleado del negocio ante el cual ocurrían los hechos, un héroe anónimo, olvidando otros casos parecidos en los que los defensores salieron malparados, no solo por el agresor, por la propia sociedad, que no vio en sus actos empatía, sino ganas de destacar, salió a prestarle ayuda. Ella se refugió en el establecimiento y su agresor —como suele ser normal—, cobarde y rastrero, tomó la bicicleta y se fue. La policía local de Málaga intervino y encontró al sujeto haciéndose el mendigo desgraciado, sentado en el suelo, sufriendo —es de suponer— lo indecible por su amor no correspondido. Y hasta ahí la noticia. Bien. La chica se salvó esta vez y al jovencito revoltoso se le detuvo. Muy bien —repito—. Así debe ser. Pero, ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué hemos hecho en casos similares? ¿Por qué otras mujeres, que sí habían denunciado y los agresores tenían órdenes de alejamiento y otros castigos de «dureza» similar, acabaron muertas? Se ocupan de nosotras; no hay duda. Nos dan teléfonos a los que llamar, nos piden que denunciemos. ¿Y?
En este caso era una mujer joven, sin hijos ni ataduras. Habrá vuelto a casa y sus padres la recibirían con los brazos abiertos. Pero, ¿y las que tienen críos y ningún lugar al que volver? Algunas pueden permanecer en un centro de acogida por un tiempo; pocas porque no hay dinero para tantos casos como se están dando. Entonces, ¿qué hacen esas otras? Callan y soportan lo insoportable porque nadie las va a ayudar.
Quizá, si el asunto es de dinero —y eso siempre es difícil de arreglar mientras haya estómagos bien cebados que mantener—, en lugar de pensar en ayudas, deberíamos mirar hacia las leyes que nos rigen porque nos preocupa mucho nuestra «obsoleta» Constitución, pero solo desde el punto de vista político. Las demás, las normas que deberían facilitar la convivencia, cada vez son más laxas y los delincuentes, del tipo que sean, saben que pueden saltárselas sin que pase nada. Y hasta podrán hacer temblar los cimientos de un país, en la seguridad de que no solo no les van a pedir cuentas, sino que podrán presumir de ello y amenazar con repetirlo porque los que deberían velar por la estabilidad de todos los comprenden y los despachan con una palmadita en la espalda.
¿Endurecer las leyes? ¡Dios, qué atraso! ¡Ni hablar de eso! Amor y comprensión, tajadas repartidas y... mujeres muertas.