Los salvadores
La izquierda española lleva años de añoranza esperando su turno para subir al poder, pero siempre proclamándose como la redentora del país. Ahora que le ha llegado la oportunidad de hacerlo, invoca y apaña todos los poderes que puede para llevar a cabo su sueño mesiánico. ¡No quiere que se le escape esa oportunidad única que le ha brindado el destino! Para ello, como es natural —desde su punto de vista, claro—, es que la dejen trabajar a su gusto, llevar a cabo sus ideas y planes sin que nadie se interponga en su camino. El derecho a la crítica es su derecho exclusivo; a los otros, les corresponde ver la bondad absoluta de su plan y apoyar todas sus demandas para que el ejercicio de sus —primeros cuatro años en el poder— convierta al país en un oasis de paz, justicia y felicidad. Cualquier fallo que impida lograr esta meta, no será culpa de ellos, sino de una oposición cerril, cerrada y retrógrada que no ha apoyado sus planes de salvación nacional.
Para un servidor, como que esto no suena a nada nuevo. Tras la revolución popular sandinista en Nicaragua, que derrotó al tirano Somoza, los comandantes guerrilleros, se proclamaron los únicos salvadores del pueblo y dueños absolutos de la verdad y la infalibilidad. Nunca voy a olvidar la mañana de aquel 20 de julio de 1979, cuando uno de ellos llegó al colegio para leernos la cartilla a todos los que, de una manera u otra —personal de servicio, estudiantes, profesores, dirección—, habíamos participado en el triunfo del pueblo nicaragüense. «Camaradas, comienza una nueva etapa en la historia de Nicaragua…», y, pistola al cinto, pasó, uno por uno, a leernos los deberes que, a partir de aquel día estábamos obligados a seguir. La prepotencia, la chulería, el aquí estamos nosotros para salvar al pueblo, despreciando a otras instituciones, marcaron su mensaje de fraternidad inicial.
Cualquier fallo que impida lograr esta meta, no será culpa de ellos, sino de una oposición cerril, cerrada y retrógrada que no ha apoyado sus planes de salvación nacional.
Debo reconocer que la revolución sandinista fue —por imperativo tácito del disfrute de las muchas prebendas internacionales que de todo el mundo recibió— generosa con los vencidos. También es cierto que por un tiempo la honestidad de varios comandantes, el entusiasmo y la generosidad del pueblo, auguraron días de prosperidad para Nicaragua, aunque las paradojas y las contradicciones, «donde dije digo, digo Diego», abundaron en el poder, siempre justificadas y asumidas con naturalidad por un grupo autoritario con ideas claras para todo. La Contra no fue un obstáculo, sino una ocasión para fortalecer más su poder, y como dueños absolutos, lo controlaron, lo cocinaron y se lo comieron todo, bien es cierto que sentados a la mesa con profesionales cubanos y algunos grupos de brigadistas internacionales que, por años, vivieron en Managua a cuerpo de rey. Pero…
Pasados, no tantos años, las palabras, los buenos propósitos, se los llevó el viento, y la tortilla se ha vuelto de nuevo al revés para una gran mayoría de nicaragüenses. Nicaragua está bajo las botas de alguien que, siendo un comandante guerrillero de prestigio, liberador en el pasado, se ha vuelto ahora un ciego opresor, un usurpador del poder, un nuevo dictador, avaro, corrupto, sin escrúpulos para superar al propio Somoza al que, de palabra, a balazos y con cárcel incluida, tanto combatió. ¿Uno se pregunta, cómo es posible tanta mezquindad, cinismo, fragilidad de memoria, apariencia de verdad para repetir ante al mundo que lo que ayer fue negro, violento, sangrante, opresivo, se convierta hoy en blanco, cuando lo actual es una copia fiel de aquel pasado?
Nadie duda hoy que, a pesar de los muchos pesares y de los pocos votos, el Gobierno que acaba de instalarse en España, es un Gobierno que tiene —aunque muchos no lo crean—, vigor y fuerza, aunque deberá saber usarla. Creo que al pueblo español hoy le toca ser más prudente, vigilante y sensato que nunca, dejando actuar al nuevo gobierno en la —para algunos precipitada— faena de llevar a cabo sus propósitos, y alcanzar las metas soñadas: unidad de voz y de acción en su propio seno, respeto a las instituciones y a la oposición para cumplir su cometido, creando ese Estado de libertad, justicia y bienestar prometidos, porque así habremos descubierto todos el camino acertado, y lo podremos celebrar con un ¡eureka! De lo contrario, es justo esperar que sea el propio pueblo quien, en las próximas elecciones, les corrija, les juzgue y les castigue con el palo del voto, nada más justo, necesario y ofensivo.
Y es que los pueblos inteligentes, no comulgan con ruedas de molino: ni clericales ni marxistas, y saben hacer historia, no de la paja, que se la lleva el viento, sino del trigo que siempre ha quitado el hambre del pueblo. ¡Trigo, en abundante y justa cosecha, eso —y no otra cosa—, es lo que espera y merece el pueblo español!