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Publicado por
Ara Antón | Escritora
León

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El empeño de las fronteras siempre lo ha habido. Primero una simple protección de un pequeño castro, o incluso de una cabaña, como freno de alimañas de cuatro o de dos patas. Luego le fuimos cogiendo gusto, no a las fronteras precisamente, sino a las tierras que acotaban y que considerábamos «nuestras». En esa porfía dejamos cientos de años y miles o quizá millones de litros de sangre.

Conseguimos trazar unos límites y de ahí surgieron los países modernos, algunos con unas cuantas decenas de años nada más; miremos a nuestra vecina Italia. Pero parecíamos tranquilos, por lo menos desde hace unas siete décadas. Exhaustos, quizá, por dos guerras mundiales —y nosotros por una civil—, casi seguidas, nos habíamos concedido un descanso en eso de los límites. Bueno, solo aparentemente porque los europeos unimos nuestras tierras, para agrandar, de forma simbólica, el suelo de cada nación, unificándolas en un todo, por lo que se amplió el sistema económico, que es lo más importante, al fin y al cabo.

Tampoco fuimos capaces de liberarnos por completo de la fascinación de los confines y en España nos inventamos las autonomías

Tampoco fuimos capaces de liberarnos por completo de la fascinación de los confines y en España nos inventamos las autonomías. Las hicimos porque sí, sin tener en cuenta nada más que las exigencias de algunos y los intereses políticos. No contemplamos afinidades o pasados históricos; nada. En algunos casos, una amenaza disuasoria sobre una mesa y ya; decidido. Pues aun así no teníamos bastante. Los había que querían más. Deseaban regresar al Neolítico y poner piedras hincadas alrededor de los corrales... Y en esas estábamos. Unos sufriendo por cerrarse y otros por estar cerrados, como nuestro querido y abandonado León, que desde que se diseñó la autonomía, perdió todas sus riquezas ganaderas, agrícolas y mineras y, lógicamente, una parte importante de su población porque como las personas tenemos el empeño de comer todos los días, pues si no hay alimentos, hemos de buscarlos en otros lugares, aunque al partir dejemos nuestras raíces, nuestros muertos y nuestro verdadero ser en la tierra que nos vio nacer.

No ha sido igual para otras ciudades que, como verdaderos vampiros, han crecido a costa de las que no gozaban de «amiguetes» o políticos decididos.

Y así vivíamos, unos muriendo lenta, pero inexorablemente y otros engordando a costa de los demás. Las fronteras autonómicas habían hecho todo eso. Y hasta los pequeños corrales tenían competencias tan generales e importantes como Educación, para poder amaestrar a los suyos, enseñándoles mentiras que los convencieran de que, al ser los mejores, tenían más derecho que los demás a respirar y crecer. También podían controlar la sanidad, de forma que un español viajando por el territorio nacional, en la era de los ordenadores, no podía ponerse enfermo fuera de su comunidad si él mismo no era capaz de informar de sus patologías o medicación.

Y llega un punto invisible de vida y nos hace derribar fronteras para poder comunicarnos, aprender, conseguir suministros y copiar sistemas en todo el mundo, no solo dentro de nuestros pequeños rediles. Y él sí pasa de un lado a otro. Invade países e infecta a gentes de todos los colores y creencias. Para él no existen las tercas fronteras humanas, aunque algún descerebrado siga empeñado en mantenerlas y las autoridades sanitarias tengan que controlarlas por el bien de todos. Pero ya no hay límites ni competencias de corral y el Gobierno central, mejor o peor —más peor que mejor—, se ha hecho cargo del control de la sanidad en todas las autonomías, convirtiéndolas en lo que siempre han sido —con honrosas excepciones—: inoperantes y sin capacidad real para hacer crecer sus corralizas sin dañar a sus propios semejantes.

Y aquí estamos. Sin límites, pero confinados. Sin futuro claro en un presente improductivo, frenado no por políticos inútiles, que también, por un pequeño bichejo que ni siquiera es tal, y que no entiende de fronteras. Ahora resta solo el dolor del enfermo, de los padres que, al no poder acudir a su trabajo, no cobran o lo hacen de forma casi simbólica, el derrumbe de toda una era, que ha perdido su tiempo echando cuentas, sin pararse a considerar las necesidades básicas de la humanidad y su entorno.

Pero siempre nos quedará la valentía y responsabilidad de los sanitarios, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, el Ejército, los cientos de voluntarios que, de una manera u otra, están aportando lo que pueden y... Amancio Ortega, con perdón de los resolutivos, eficaces, competentes y sensatos cuentistas, que, con palabras huecas, llenan oídos complacientes.

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