Diario de León

Ideas, creencias y ‘fake news’

Publicado por
Lorenzo Álvarez de Toledo, Magistrado de la Audiencia Provincial de León y Profesor de Derecho Civil en la
León

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Sí, ya lo sé. Ideas y creencias. Sé que no soy un tipo original. Todo lo que escribo, ya lo han escrito otros antes. Bernard Shaw ensombreció mis horas más bajas de escritor frustrado, en pleno síndrome de página en blanco, advirtiéndome, para rematarme, que la chispa de ingenio creador es una ilusión. Ningún libro, ningún texto, es una creación pura.

Ideas y Creencias es el título de una recopilación de escritos de Ortega y Gasset, en los que desarrollaba una diferenciación, más que una jerarquización, entre dos tipos de flujos de información que nos gobiernan y guían. Por un lado, están las ideas que circulan de una forma consciente por nuestro intelecto y que aceptamos de un modo más por menos explícito que podemos discutir, debatir o siquiera, hablar sobre ellas. Y, por otro lado, en un sustrato más profundo, estarían las creencias, de las cuales no podemos decir que «se nos ocurren» o que aparecen en un momento preciso, pues esas creencias, según Ortega, son no el contenido, sino el continente de nuestras vidas.

Unas pocas frases de esos escritos bastarán para explicar lo que quiero decir: «…..lo que solemos llamar mundo real o exterior no es la nuda, autentica y primaria realidad con que el hombre se encuentra, sino que es ya una interpretación dada por él a esa realidad, por lo tanto, una idea ».

Creer nos induce a defender la razón que creemos tener pero que como magistralmente explicaba Ortega, es lo que nos gobierna y nos posee a nosotros

«Entre nosotros y nuestras ideas hay, pues, siempre, una distancia infranqueable; la que va de lo real a lo imaginario. En cambio, con nuestras creencias estamos inseparablemente unidos. Por eso cabe decir que las somos ».

«Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas ».

«No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a penar sobre algo. Por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas, como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma».

Las creencias «… no son ideas que tenemos, sino ideas que somos ».

«…es evidente que el argumento del drama en que la vida consiste es distinto si se está en la creencia de que un Dios omnipotente y benévolo existe, que si se está en la creencia contraria».

Las cursivas son mías.

Según explica el filósofo, tales estratos de información juegan un papel muy diferente en la vida humana y esa diferente vertiente o proyección se puede taladrar al desenvolvimiento de cualquier actividad intelectual que precise de un sustrato básico, no sujeto a discusión.

El estudio de los textos orteguianos muestra que el filósofo no mantuvo una misma y única posición acerca del concepto de creencia y su carácter inconsciente, que solo afirmó en sus escritos de su primera época, hasta el año 1929. Lo característico de las creencias es que, a diferencia de las ideas, con ellas no hacemos nada, porque, como todo continente alberga un contenido, queda fuera del mismo, pues así, igualmente, quedan aquellas fuera de nuestro alcance.

Para Ortega, la concepción de las creencias como realidades preintelectuales, parte de la consideración de que toda conciencia es refleja, por lo que nuestro filósofo madrileño no asume la distinción husserliana ente lo pre-reflexivo y lo pre-consciente. La conciencia directa no sería conciencia sino en el vivir mismo. Así, pese a las malas relaciones de Ortega con el pensamiento psicoanalítico y sus adalides, podemos afirmar el carácter «inconsciente» de las creencias en el sentido de pre-reflexivas y preconscientes.

La idea rectora de la actividad literaria de Ortega a partir de 1930 es que la posibilidad de manipular unos y otros elementos de la conciencia es lo que permite distinguir las creencias de las ideas. Éstas funcionarían en nuestra «conciencia consciente», si damos a esta expresión el valor de lo redundante; pero las creencias lo hacen «en las recónditas vísceras de nuestra vida».

En el pensamiento posterior de los discípulos e intérpretes de Ortega, se planteó la cuestión de si las creencias pueden llegar a hacerse patentes -es decir, conscientes- al teorizar. La respuesta de algunos de ellos, como Garagorri, fue positiva, contestando que podían hacerse conscientes, a condición de que dejasen de ser creencias. Lo cual significaría admitir, trasladadas esas enseñanzas filosóficas al marco del lenguaje jurídico de las sentencias, que un Juez puede hacer conscientes las premisas pertenecientes a lo pre-consciente o pre-intelectual, en sus razonamientos.

Aquellos que han admitido la posibilidad de establecer un puente cognoscitivo entre creencias e ideas, admitían la misma en tanto posibilidad meramente narrativa, y a condición de que aquellas dejasen de ser creencias. Pues, de éstas sólo cabe hablar en pasado. La creencia deja de ser tal cuando ha perdido su vigencia, su condición latente, pues entonces lo único que queda de ella es un «esquema desvitalizado».

Es indudable que las creencias, más que las ideas, influyen en lo que hacemos, en cómo lo hacemos, en lo que decidimos no hacer; en nuestros hábitos, en nuestro carácter, y en nuestro destino. Y también escribió Ortega que nuestras creencias gobiernan nuestro individualísimo sistema de temores y valores.

La globalización, tan impersonal y tan perversa como la selección natural de Darwin, persigue un ideal de armoniosa igualdad: que todos creamos lo mismo; que merced al hilo de nuestras creencias y nuestros miedos, nos conduzcamos como si fuésemos Uno y Trino, es decir, Dios. Nada hay más perverso, perturbador y subversivo que la igualdad.

Uno de los muchos puntos obscuros de la globalización —no podría negar que también hay algunas antorchas luminosas e iluminadoras— es el de la manipulación de la verdad para determinar los contenidos de un sistema de creencias y, a veces, hasta un código de conducta; una especie de escisión más o menos consciente entre lo permitido y lo prohibido, entre lo indecible y lo políticamente correcto.

En los últimos años hemos asistido al raro espectáculo de unas elecciones de presidente, en USA, gobernadas por fuerzas extranjeras.

Claro que, me replicará el lector, los sufridos ciudadanos norteamericanos han tenido que elegir entre dos males equivalentes en términos de mentira y corrupción. Cierto. Pero en un sistema democrático, el sufrido ciudadano y votante tiene derecho a poner nombre y rostro al dictador elegido para atormentarle durante los siguientes cuatro años.

Hace unos días, se ha publicado una noticia que nos habla de un científico norteamericano que viene siendo acusado, por la Fiscalía, de colaborar con un programa de investigación financiado por la China comunista. Quizás la noticia sea cierta. Quizás haya algo de colaboracionismo en los medios científicos norteamericanos. Pero ¡también se nos antoja incompleta!, como la primera piedra de una catapulta que ha proyectado derribar la muralla de nuestra ingenuidad en tres o más tiros sucesivos. «China…. Investigación… laboratorio….. financiación….» La primera piedra parece el preludio de algo espeluznante y estremecedor; de algo que todavía no se ha dicho pero que puede aparecer grabado a fuego, como los mandamientos del Sinaí, obra de un ignipotente Dios de la Tormenta. Estas serán las piedras que impactarán en nuestras frágiles paredes, levantadas con ladrillos de mentira y mentiras moldeadas en perfectos bloques de arcilla.

La sombra del colaboracionismo —¿Idea o creencia?— ha arruinado muchas vidas y proyectos vitales; proyectos engendrados en mentes que, en mi humilde opinión, sí eran capaces de una creación pura. Y esas sombras, tan alargadas como los cipreses de Delibes, fueron trazadas por las manos de hierro de aguas figuras históricas que han dirigido la policía del pensamiento. Winston Churchill, al otro lado del Cantábrico; Raymond McCarthy, al otro lado del Atlántico. Y en el vecino país del otro lado de los Pirineos, unas supuestas antorchas de la libertad, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, se encendieron, en los años siguientes a la liberación de Paris, para defender la pena de muerte para sus paisanos supuestamente colaboradores del III Reich.

El colaboracionismo es una idea. Cuando la idea se asocia a un nombre propio, de varón o de mujer, a un departamento de una determinada facultad de la prestigiosa universidad de un Estado soberano con formas y colores en el mapamundi, la idea puede solidificarse en una creencia, y entrar en nuestro sistema de miedos.

Creer nos induce a defender la razón que creemos tener pero que como magistralmente explicaba Ortega, es lo que nos gobierna y nos posee a nosotros.

Hoy, más que nunca, debemos estar en guardia ante la posible manipulación de la verdad. Todas las guerras, ya sean económicas, culturales, convencionales, atómicas o bacteriológicas, tienen su germen en una creencia, tan maleable y moldeable como la arcilla de la que estamos hechos.

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