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No será por el número de veces que nos han advertido de la gravedad del virus actual. No será por las constantes llamadas a la responsabilidad de cada cual. Porque vivimos en sociedad y cada acto temerario que abordemos puede dañar a muchos inocentes. Por encima del bien personal está el bien común, a no ser que decidamos evadirnos y vivir lejos de los demás, ajenos al devenir social normalizado. No se trata de un capricho de alguien investido de saber, sino de un comportamiento que tiene en cuenta al otro, al prójimo, al vecino, al hermano, al padre, al abuelo…, en definitiva, a los demás.

Da miedo presenciar día sí y día también aglomeraciones sin sentido, con ninguna o escasas precauciones de seguridad. De memoria sabemos cuáles son: distancia social, higiene constante y, en el caso de no poder guardar las distancias —supermercados, transporte…—, el uso de mascarilla. Y en lugar de seguir esta fácil ruta, nos empeñamos en eludir la normativa y ponernos a los pies de los caballos. Quizás, muchos no saben —o no quieren saber— que pueden derivar su virus a los demás.

Y podemos entender que haya profesiones de riesgo, como es el caso de los sanitarios, pero el resto lo tenemos al alcance de la mano. Pero equivocamos el camino: vamos y nos metemos en la boca del lobo innecesariamente. Ya disfrutaremos más adelante, en unos pocos meses, pero ahora toca vigilar y no infectar a nadie.

No hay derecho que algunos —más de la cuenta—, por sus caprichos, aterroricen a los demás, nos pongan en un riesgo no forzado. Deberían pagar por ello —y no hablo de dinero— quienes se comportan de esta manera y no amarguen la vida al resto, cuando no pongan en peligro de muerte a otros.

Aquí, es verdad, apelo al buen criterio de los jóvenes que, creyéndose invulnerables, conducen a otros más débiles al desastre. Deberían pagar por estas irresponsabilidades de manera grave. Saben que sus actos, en el peor de los casos, llevarán al resto a volver al pasado, al confinamiento. Ellos son los que tendrían que estar confinados en celdas individuales para que meditaran que no se trata de meros juegos florales, sino de salvar la vida.

Da miedo presenciar día sí y día también aglomeraciones sin sentido, con ninguna o escasas precauciones de seguridad

Deberían escuchar a muchos que pasaron la enfermedad, a ver si les quedan arrestos para saltarse a la torera las recomendaciones de la autoridad sanitaria. Deberían saber qué consecuencias tiene la infección: muerte, deterioro, soledad…Y eso es evitable, con solo abstenerse un poco en la integración social. Nadie me impide charlar con amigos y conocidos; nadie nos prohíbe alternar y gozar de los bienes sociales. Pero hay que tener contención por un tiempo.

Se nos pide tres cosas para salir airosos de este trance y miramos para otro lado, como si no fuera con nosotros. No sé. A veces, la confianza en el ser humano carece de raíces y no deja de ser humo. Con lo bien que solemos solidarizarnos cuando hay catástrofes naturales y ahora, que podemos evitar otra ola de muertes, no atendemos a esas pocas reglas de convivencia. No aprendemos.

Ya la propia naturaleza nos abofetea largo y tendido, sin ir a buscarlo y, sin embargo, cuando podemos vencer con las armas que nos brindan, nos dejamos llevar, como si no fuera con nosotros. ¡Qué insensatez! ¡Qué sinsentido! Si no aprendemos a comportarnos cívicamente será que somos duros de roer. Será que no merecemos la etiqueta de humanidad de la que tanto presumimos. No obstante, pienso que nunca es tarde y que el civismo nos llevará por el mejor camino posible.

Desde el pesimismo, me declaro optimista y espero que la mayoría recapacite en su conducta y haga un cambio en sus hechos, a fin de sobrellevar sin sobresaltos este paso a la normalidad. Confío en ti.