Diario de León

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Hace unos días me levanté un tanto aturdido y de mal talante, pensando que era un niño. Y en verdad que no andaba muy descaminado. Fui a poner la ropa, y al vestir los pantalones, a punto estuve de caerme porque los dos pies los metí por la misma pernera. No encontré, a la hora de desayunar, la taza del desayuno, y después de tomarlo en un plato, en vez de llevarlo al lavaplatos, lo dejé directamente en el armario. ¡Qué mañana aquella! Por la tarde, mi esposa me llevó a la farmacia para comprar unos reconstituyentes.

Ya de noche, no acababa de sentarme en el sofá, cuando me quedé dormido como un tronco. Tuvo Jane que zarandearme y llevarme a la cama. Vi que, hasta la mirada de mi perro Alfred fue de sincera compasión y verdadera empatía, porque también él tiene doce años, y me había notado ya algo torpe como él. Al día siguiente, me levanté más despejado, pero incapaz de recordar el nombre de mi nieta. ¡Nos ronda el alzhéimer!, pronosticó mi esposa muy preocupada. ¡Profesor, de eso, nada, no se aflija, son los años!, dijo el doctor, dos semanas después y, tras muchos análisis. Y en verdad que me quedé más tranquilo, porque pensé, aquéllos, solo fueron pequeños descuidos o dislates sin mayor importancia.

Yo supongo que, años arriba, años abajo, los síntomas son muy similares en todos los humanos. Momentáneamente olvidamos hasta los nombres de las personas queridas, lugares que por décadas nos fueron muy familiares, dejamos algo en un lugar y al momento no sabemos dónde lo dejamos, nos dan una noticia y a la mañana siguiente no podemos recordarla; nos sentimos más torpes al andar, al comer, al asearnos e ir al baño, al vestirnos y calzarnos, al conducir — si es que la sociedad, incluidos los hijos —, nos lo permiten.

Total, que, lentamente, a los ojos de la familia y de la sociedad, nos vamos convirtiendo en viejos baúles listos a ser aparcados en el oscuro desván de los recuerdos. ¡Yo no estoy dispuesto a ello, ni quiero que nadie, en mi lugar, lo esté! Que somos como niños, bien que lo sabemos, pero también pedimos que, así como no se aparca a los niños porque no lo sepan todo, ninguna razón hay para aparcarnos a nosotros porque olvidemos.

Y la verdad es que no creo que haya muchos milagros para curar estas deficiencias propias de la edad. Mi nieta ha sido mi referente en estos últimos años. La persona más cercana a mí que he visto nacer, aprender a mamar y a andar, a hablar y a comunicarse, a comer, a asearse, ir al baño y vestirse sola, a leer y a escribir, a manejar el móvil, a cantar y a nadar, y sobre todo a aceptar que ignora muchas cosas que, poco a poco, tendrá que ir aprendiendo. Ella, de momento, es mi mejor mentora y maestra, mi mejor receta para seguir viviendo sin sobresaltos ni angustias, haciéndolo todo más despacio, porque ahora nada corre prisa, y hacer las cosas con paciencia y serenidad, es mi mejor secreto, antídoto y bálsamo contra el inexorable y achacoso paso de los años.

En el país donde vivo, queda prohibido, a la hora de buscar un empleo, preguntarle al solicitante su edad. En este país, en el que —a todos los niveles—, se necesita tanta mano de ‘obra’, yo sigo impartiendo clases, de acuerdo a mis posibilidades; y si antes enseñaba dieciséis horas o más a la semana, ahora solo enseño seis. Este trabajo me permite ser productivo, estar en contacto con la universidad y el entusiasmo de mis estudiantes, seguir viajando, leyendo y escribiendo, en una palabra, manteniéndome en forma, de acuerdo a mis posibilidades de hoy.

Reivindico para mí y para mis coetáneos el mismo derecho que se les concede a las personas menos capacitadas para una cierta actividad, porque a la hora de la verdad todos somos —si ustedes me perdonan, y mirándolo bien—, un poco discapacitados por carecer de ciertas habilidades que otros tienen. Por ejemplo, yo soy discapacitado para la música, y no por ello, aunque lo lamento, me he pasado llorando la vida entera.

No dejes que te apuren —ni con gestos ni con palabras—, vete a tu ritmo, disfruta tu tiempo, tus pequeños quehaceres, tus éxitos del pasado, pero a la vez proponte nuevas, aunque sean pequeñas, metas para el futuro. Camina, si te gusta caminar; lee o escribe si te gustan los libros; cultiva tu jardín o tu huerta si la tienes; amígate con lo que ahora llaman una mascota, un perrito, y cuando estés solo, háblale, que los perros entienden muy bien, mejor que muchos académicos, el lenguaje de la soledad humana. Siempre, cuando detrás de muchas puertas solo estén las malas caras, tu perro amigo, saltarín y sonriente, estará esperándote cuando abras. Nunca te metas las manos en los bolsillos, antesala de la derrota, y te quedes como lelo viendo que el mundo corre y corre, sin llevarte consigo; tú, vete a tu ritmo y no pares a escuchar lamentos de tiempos mejores ni desdichas de enfermedades sin fin. Hasta el último día, hasta el último aliento, no dejes que la flojera del cuerpo sea superior al brío de tu espíritu, ni te rindas a aceptarlo.

Llegando a este país a las cincuenta y cinco —ya con pretensiones de jubilación en España—, volví a sentarme como pipiolo para aprender inglés, del que no tenía ni pajolera idea. De poco me valió lo mucho que yo creía traer conmigo ‘bajo el brazo’, porque tuve que empezar de nuevo, aceptando con humildad que otros me enseñaran, me corrigieran y me dijeran cómo tenía que hablar y enseñar, qué tenía que comer y cómo debía vivir.

Jubilarse no es dejar de hacer cosas; simplemente es, dejar de hacerlas como las hicimos siempre, es decir, de diferentes maneras a como las hicimos antes. Jubilarse es completar una etapa de aprendizaje productivo, para pasar a otra no menos productiva en valores cívicos, de menos altanería y mayor sencillez; morales, que preconicen sentimientos de verdad, justicia, respeto y libertad; afectivos, amándolo todo quizás con menos pasión, pero con más ternura, cercanía y cordialidad. A mi edad no se vive para impresionar, ni para molestar nadie, sino para promocionar la felicidad.

Por todo ello, me niego a envejecer, si eso significa no hacer nada, si alguien pretende aparcarme como a trasto viejo o me recibe con las mal llamadas miradas compasivas. El ciclo de la vida, si tenemos la dicha de llegar a la ancianidad, es todo un círculo vital que nos lleva a la niñez; es como una pescadilla que se muerde la cola, nunca como un estado calamitoso que los demás tienen el deber de evitar o disculpar, «¡pobre abuelo, no le tomes en serio, porque…!», porque eso es edadismo, y de eso hablaré otro día.

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