Benditas y piadosas
En la larga y penosa historia de la humanidad, millones de mujeres solo han sido lo que los poderosos de turno les han permitido ser: dóciles esclavas, parias sumisas; seres maltratados, cereras, barrenderas y santeras, siempre marginadas y sojuzgadas, como muchas siguen en el siglo en que vivimos. La verdad es que todo ese peregrinaje sufriente y postergado solo ha seguido caminos que otros, en nombre de —vaya usted a saber—, qué dios pudo ser, quien los ordenó para ellas.
No tiene mal sentido la palabra beato o beata, porque en realidad la palabra latina significa dichoso, afortunado, bendito. Para ello, solo nos basta recordar el poema de fray Luis de León, el beatus ille, expresión latina que se traduce como «dichoso, bendito aquél (que...)», y con dicha expresión, se hacía referencia a la alabanza de la vida sencilla y desprendida, del campo frente a la compleja vida de la ciudad.
Esta expresión del fraile agustino, proviene de unos versos del poeta romano Horacio: Beatus ille qui procul negotiis, «dichoso aquél que lejos de los negocios…dedica su tiempo a trabajar los campos paternos…y no despierta, como el soldado, al oír la sanguinaria trompeta de la guerra… manteniéndose lejos del foro y de los umbrales soberbios de los ciudadanos poderosos» (Horacio, Epodos, 2, 1).
En la Eneida, Virgilio alude al piadoso Eneas que, tras la guerra de Troya, imploró a los griegos por la vida de su anciano padre Anquises, y a hombros se lo llevó, junto a los troyanos fugitivos, camino de Roma. ¿Cómo entender, contemplar y aceptar todo lo dicho, aplicado exclusivamente al hombre, sin la presencia y compañía constante de la mujer, alma de la vida, del hogar y de los campos?
«Piadosas mujeres, no lloréis por mí…». Muchos sabemos que, si hay un corazón piadoso por excelencia, ése es el corazón de la mujer. La mujer está, por su propia condición, más cercana a las miserias humanas, al sufrimiento ajeno, a la solidaridad, al trabajo en equipo, a la sencillez, a la comprensión y al perdón. Cristo, nunca desdeñó a la mujer, ni siquiera renunció a su amistad, a su compañía, a su inclusión en el grupo, a encarnarse en una de ellas, y a someterse a la educación, tan limitada que, en aquel momento, podía darle una mujer hebrea.
Meses pasados, a las calles salieron en pequeñas manifestaciones algunos grupos de mujeres que siguen luchando por ser ellas mismas en el organigrama real, que no ideal, de la Iglesia Católica. Ya no son —¡qué va!—, las clásicas mujeres de posguerra: «Hijas de Frascuelo y de María», vestidas de negro de la cabeza a los pies, rosario y devocionario en mano, atildadas mojigatas rezadoras en continuos bisbiseos y solapadas miradas al hombre que, tal vez un día, las burló.
La Iglesia Católica necesita escuchar aquella palabra de Jesús al sordo del Evangelio, ‘éfeta’, para que se le abran los oídos, para que ella también, sorda por siglos a la voz de los pobres, las mujeres, la corrupción, la avaricia, despierte de una vez y escuche lo que medio mundo tiene que decirle, y parece que no quiere escucharlo, es más, como si se deleitara en su sordera: «Déjalas que hablen, que ya callarán», o dándoles el más que infantil argumento de Pablo: «Mulier taceat in ecclesia», porque «así se ha hecho por siglos, y así se seguirá haciendo». ¡Parece mentira!, pero es una verdad mayor que los templos vacíos: la iglesia católica no quiere escuchar; es más, está dispuesta a volver sordas a aquellas personas que se preocupan por escuchar la voz de quienes se atreven a hablar. Y ésas son, ahora, las mujeres.
Por siglos, una jerarquía y un clero insensibles, sentados en el viejo burro de la comodidad, solo necesitaron criados que repicaran campanas y llevaran cruces y santos en las procesiones; criadas que pasaran cestillas y barrieran las iglesias, vistieran a los santos y pusieran velas en los lampadarios. Decirles a todos estos solitarios mandamases que Jesús fue un abierto feminista, es como hablar quechua en el Bierzo, incluso algunos hasta pudieran rasgarse las vestiduras. El diálogo de sordos entre la iglesia y la mujer tiene un cierto aire de mesa de diálogo entre constitucionalistas y separatistas.
¿Qué hacemos, don Pascual? Hagan lo que quieran, pero, ¡no me toquen la parroquia, eso es algo sagrado!, y el párroco las despachaba con paños calientes y ¡a otra cosa, mariposa! La Iglesia Católica ha despreciado, desperdiciado y ninguneado el espíritu, la ilusión, la energía y el trabajo de millones de mujeres. Ninguna empresa en el mundo ha dispuesto de tanta mano de obra: mentes y corazones, manos y pies generosos y gratuitos para una buena causa. Y todo ello se ha quedado como un ejército atrincherado en las sacristías, derrotado antes de salir al campo de batalla. ¡Qué pena que algún día tenga que lamentar lo que en tantas ocasiones menospreció! Millones de talentos tirados a la basura por no abrirles la puerta de los presbiterios, camino del altar, del servicio de la palabra para llevar la buena nueva que ha dejado, exclusivamente, en manos de hombres, cada vez menos, mayores y solitarios.
«Dichosa, bienaventurada, bendita tú, porque…». Y estas talismánicas palabras fueron dichas y anotadas en la Biblia, a una mujer, esposa, madre, amamantadora, cuidadora y educadora, acompañante de Jesús en sus correrías a lo Pasolini, para caer desolada, pero entera, al pie de la Cruz. Cuando los hombres huyeron, ella es la creyente que, contra toda esperanza, espera la vigorosa fuerza del Espíritu para transformar el corazón de unos discípulos atormentados por el miedo, la duda y la frustración. ¡Ésa fue una mujer, llamada María!
Ante una humanidad que avanza, tenemos una Iglesia Católica que se paraliza, se encoge y se protege como caracol asustado, y nos guste o no, paralizarse es retroceder y esconderse. Muchos de los que, por años, hemos subido al altar, solo pedimos al cielo y a la tierra, que la igualdad entre hombre y mujer, se haga, en la Iglesia Católica, costumbre y no palabrería. Desde el día mismo de su toma de posesión, el nuevo obispo de Astorga apela a la evangelización, al anuncio gozoso de la buena nueva para todos. «Necesitamos hombres y mujeres del pueblo que toquen la miseria humana y no miren despectivamente para otro lado», dijo textualmente. Yo me pregunto, ¿qué buena noticia puede haber en el meollo de cualquier institución —por muy divina que sea—, si no busca y propicia que la mujer de hoy tenga un puesto de igualdad al lado del hombre?