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Jóvenes y políticos, en tiempos de pandemia

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Por el lado de la juventud quizás no quedó claro que ha de arrimar el hombro y apechar con las consecuencias. No puede apelar constantemente a su estado transitorio y volátil para cometer ciertas tropelías. Sabe que hay un virus circulando que mata o puede dejar secuelas de calado. Eso lo sabe a poco que se informe. Además cuenta con la ayuda inestimable de la tecnología para estar virtualmente cerca de amigos y conocidos. Gracias a la ciencia puede utilizar los wasaps, el vídeo, el teléfono, internet… para asociarse libremente con quien quiera. Es decir, no necesita inevitablemente salir a la calle para conversar con otro. Y eso es lo que se le pide ahora. Serán unos meses de compás de espera y después queda el campo libre. No se le está pidiendo nada que no esté a su alcance. En casa, igualmente, hay suficientes alicientes como para aprovechar el tiempo: lectura, estudio, diálogo… Sabe que está en una etapa de formación, más tarde podrá moverse en grupo sin que ponga en peligro su salud y la de los demás. Este es el mínimo sacrificio que se le pide en pos de recuperar el bienestar general en breve tiempo. Confío en esta juventud que ha demostrado con suficiencia su compromiso social.

Por otro lado, tenemos a la clase política que día tras día nos asombra con decisiones fuera de contexto, ajenas al sentir ciudadano. Marcha a una altura y con una dirección distinta a la que ha embarcado al votante. Piden responsabilidad y compromiso para salir del atasco, pero ellos son incapaces de construir un foro de diálogo medianamente consensuado. Pelean entre sí a ver quién tumba a quién para hacerse con el poder y así beneficiar a unos cuantos de su cuerda. Ponen todo su interés en derribar al adversario en aras de un mando que se les antoja prioritario. Y así no hay quien gobierne. Estos vaivenes influyen negativamente en el ciudadano que no sabe a qué atenerse, presa de mil conjeturas. No vamos a ninguna parte con estos mandos. Parece mentira que representen al pueblo. Ni en los peores momentos —este no puede ser peor— son capaces de armar un consenso satisfactorio para salir adelante.

Y así no se puede avanzar. Nos meten miedo, sospechan entre sí, se contradicen, excusan su ayuda, malmeten, inventan caminos de salida… Todo con tal de que el que manda se estrelle y deje su afán en otras manos. No puede extrañar, pues, estas desavenencias. Están en juego muchos cargos a dedo, los partidos se debilitan, el poder espera a la vuelta de la esquina… Vamos, que van a lo suyo. Merecería la pena —impensable hoy— aligerar mucho tanto cargo político en favor del funcionariado de a pie, que es quien resuelve generalmente los entuertos. Por aquí habría que reducir los gastos y no por otras vías. Menos políticos, menos asesores, menos mandos y más implicación de la sociedad. La política debería ser un vuelo de paso, sin que se removiese en exceso las estructuras estatales.

Juventud y política pueden o no casar bien, pero son dos ámbitos que deben ser revisados. Unos, los jóvenes, siendo más responsables y más consecuentes con los momentos que vivimos. Otros, los políticos, siendo más cercanos al ciudadano y no aferrándose al poder del partido sino al dictamen del pueblo. Son los signos más emblemáticos de una sociedad que debe girar hacia la gente que clama mayor consenso, más cercanía, menos distancia social, más atención al quehacer diario, menos ansia de poder, más servicio al necesitado, menos intromisión en los poderes fácticos, más unión con la sociedad…

Tenemos un país magnífico que poco a poco se nos viene abajo por culpa de quienes nos dirigen. Ellos están a gusto y solo el paripé los mantiene en la poltrona. Solo les interesa mandar y poco o nada les importa el resto de la ciudadanía. No se mira más que el crecimiento personal, sin que les preocupe cuál sería el camino correcto para ser fuertes socialmente.

Se ha denunciado el derroche de las autonomías, de los cargos, de los asesores, de los múltiples servicios duplicados. El dinero lo tapa todo Se roba y no aparece el dinero. Se delinque y nadie paga. Y así un año y otro, hasta que alguien tome cartas en el asunto y lo resuelva. Y tal vez, sea por las malas. Al tiempo.