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La opresión de las minorías, la lucha por la paz… Esas eran las inquietudes del Catholic Worker, un periódico y un movimiento social en torno al anarquismo cristiano de Dorothy Day (1897-1980), una activista de izquierdas que, tras una sorprendente conversión al catolicismo, dedicó el resto de su vida a la lucha en favor de los desheredados. Fue, en muchos sentidos, una mística del siglo XX.

Vivió una juventud turbulenta llena de activismo político. Se familiarizó entonces con el pensamiento libertario de Kropotkin e ingresó en las filas del partido socialista. Preocupada más por comprar libros que por adquirir alimentos, se ganó la vida en una ocupación, el periodismo, que la puso en contacto con el lado menos amable del sueño estadounidense: desempleo, desahucios, protestas sociales… En aquellos momentos, la izquierda y la religión le parecían conceptos antagónicos. El mundo se dividía en ricos y pobres y la iglesia era el lugar donde los primeros recibían alabanzas. Los segundos, mientras tanto, tenían que conformarse con unos valores conformistas. ¡La resignación se consideraba una virtud!

La joven Dorothy pensaba entonces que la religión equivalía a una droga: servía para narcotizar al pueblo. ¿Por qué, si pensaba así, acabó en las filas católicas? En La larga soledad, su libro de memorias, cuenta que se sintió atraída por una minoría que sufría en Estados Unidos una profunda discriminación. Los anglosajones no solo les reprochaban su fidelidad al Papa, también desconfiaban de aquellas masas de gente pobre de distintas nacionalidades: irlandeses, italianos, polacos…

Corrían tiempos duros y los humildes se veían sacudidos por la crisis más terrible que había  vivido el capitalismo, la Gran Depresión. Su única oportunidad de supervivencia parecía ser la caridad de los poderosos

Nos encontramos ante una conversa, pero no frente a una persona sin sentido crítico. La Iglesia le escandaliza en numerosas ocasiones por su alianza con los poderosos, por su apoyo a las fuerzas oscuras del imperialismo. ¿Por qué, entonces, sigue ella? Básicamente, porque la percibe como el instrumento que sirve para hacer visible a Jesucristo en el mundo. Eso significa, en la práctica, aceptar una fe que ha de vivirse en un estado de insatisfacción permanente respecto a las estructuras eclesiásticas.

En 1933, junto a Peter Maurin, al que consideraba su maestro, fundó el Catholic Worker (El Obrero Católico), una red de casas de acogida para los más desfavorecidos y a la vez un periódico mensual que en poco tiempo pasó de 2.500 ejemplares a 150.000. La palabra «worker» poseía, a primera vista, una clara connotación de izquierda, pero en realidad aludía en sentido amplio a todos los que ejercían un trabajo físico o mental, aunque también es cierto que se pensaba fundamentalmente en los desposeídos. Los pobres, desde la óptica de los fundadores, estaban más cerca de Dios que los demás. El compromiso con los explotados, en muchos casos, procedía del sentimiento de culpa de gente incómoda por disfrutar de privilegios como haber ido a la escuela o disponer de recursos para sobrevivir.

Corrían tiempos duros y los humildes se veían sacudidos por la crisis más terrible que había vivido el capitalismo, la Gran Depresión. Su única oportunidad de supervivencia parecía ser la caridad de los poderosos. ¿Qué hacer para que vieran respetada su dignidad? En el Catholic Worker se acogía a todo el mundo sin hacer preguntas. Siempre había un plato de sopa y un café para el que lo necesitaba. Las camas se repartían en función de quién llegara primero. Maurin, en un comentario que constituía toda una declaración de intenciones, aseguraba que no habían creado una organización sino un organismo.

Un grupo de voluntarios se encargaba de atender a atender a los desheredados. Como diría uno de ellos, el escritor Michael Harrington, autor del clásico The Other America, no tenían dinero ni aceptaban retribución. «Compartíamos las condiciones de vida de la gente a la cual ayudábamos: alcohólicos y enfermos mentales». La suya, por tanto, era una apuesta por la pobreza voluntaria, aunque esta pobreza terminaba por convertirse en real al cabo de unos meses de llevar esta vida, puesto que de una forma o de otra perdían sus posesiones. Desde el punto de vista del resto del mundo, su comportamiento era propio de locos. De hecho, ni siquiera los que allí se refugiaban llegaban a comprender que alguien se preocupara por su desdicha cuando no tenía necesidad.

En cierto sentido, el mensaje de Dorothy Day es muy americano. Desconfía de la burocracia del Estado y no quiere contraer hipotecas mientras se acerca a los más pobres de entre los pobres. La solidaridad no debe ser un monopolio del gobierno sino el fruto de la ayuda mutua, de la cooperación entre todos los que aspiran a un mundo más justo. Más que reivindicar un Estado providencia, los desheredados deben aspirar a ser los dueños de los medios de producción y aceptar las responsabilidades consiguientes. La apuesta, por tanto, va dirigida a hacer visible la sociedad civil desde una crítica radical a los postulados del capitalismo. El salario constituiría un instrumento al servicio de una esclavitud de la que no siempre son conscientes los siervos: venden su trabajo, que es tanto como decir a sí mismos, y aún se sienten felices si el precio les parece más o menos razonable.

Fiel a una mística basada en la entrega de sí y el anonimato, Dorothy hacía de chica para todo. Escribía artículos en el periódico, claro, pero también ayudaba a venderlo por las calles y colaboraba en los albergues como mujer de la limpieza y cocinera. Tenía muy claro porque actuaba así, convencida de que no bastaba con las ayudas materiales. Había que ir a vivir con los explotados, compartir sus penurias, abandonar la tranquilidad del espíritu y del cuerpo: «Acercarse al pueblo es el acto mejor y más puro dentro de la tradición cristiana y revolucionaria, y el punto de partida de la fraternidad universal».